Presentamos algunos de los hitos más señalados del martirologio hispánico en los primeros siglos. Seguiremos un orden cronológico, a partir de los orígenes del cristianismo en la Península Ibérica. Fijaremos nuestra atención en tres relatos de martirios, que nos han parecido más significativos: el de san Fructuoso de Tarragona y sus diáconos Augurio y Eulogio, y el de san Vicente de Zaragoza.
Hace ya algunos años, leyendo el libro del Cardenal Nguyen van Thuan, Testigos de esperanza, donde recogía las predicaciones de un retiro espiritual dado al Papa Juan Pablo II y a los componentes de la Curia Romana, me impresionaron sus palabras sobre la Iglesia de Vietnam:
“La fidelidad de la iglesia vietnamita –decía– se explica por la sangre de sus mártires (150.000 en 350 años)… Los mártires nos han enseñado a decir que sí: un sí sin condiciones, sin límites al amor del Señor. Pero los mártires nos han enseñado también a decir que no a las lisonjas, a las componendas, a la injusticia, quizá con el fin de salvar la vida o de gozar de un poco de tranquilidad. Es una herencia. Y una herencia se ha de aceptar siempre” (p. 201).
Es decir, el Cardenal vietnamita entendía el testimonio de los mártires, como una lección práctica que debíamos aprender en aquellos momentos.
En la actualidad esta temática nos resulta, si cabe, más acuciante. Leía hace poco en un periódico digital unas declaraciones de Máximo Introvigne, presidente de la OSCE, y experto en intolerancia y sectarismo.
Afirmaba el Prof. Introvigne que el número de mártires cristianos durante el año 2011 había ascendido a 150.000 en todo el mundo. Y esto sin contar los ataques e incendios de iglesias y lugares de culto.
Estos datos nos muestran un crecimiento considerable de la intolerancia anticristiana. Y simultáneamente, a sensu contrario, nos presentan unos testimonios impresionantes de fe que resaltan la vitalidad expansiva de la Iglesia.
Presentamos algunos de los hitos más señalados del martirologio hispánico en los primeros siglos. Seguiremos un orden cronológico, a partir de los orígenes del cristianismo en la Península Ibérica. Nuestro análisis discurrirá a través de la documentación que nos ofrecen las fuentes históricas relacionadas con el martirio. Es decir, las Actas martiriales, las Pasiones y otras fuentes hagiográficas, no sólo literarias, sino también arqueológicas, iconográficas, etc.
Fijaremos nuestra atención en tres relatos de martirios, que nos han parecido más significativos: el de san Fructuoso de Tarragona y sus diáconos Augurio y Eulogio, y el de san Vicente de Zaragoza.
1. LAS ACTAS DE LOS SANTOS FRUCTUOSO, AUGURIO Y EULOGIO
Las Actas de san Fructuoso son las primeras que han llegado hasta nosotros de martirios en territorio hispano. Este acontecimiento tuvo lugar durante la persecución de Valeriano (257-258). Este emperador promulgó en 257 un primer edicto persecutorio, dirigido contra los obispos y presbíteros conminándoles a que aceptasen dar culto a los dioses, y si se negaban incurrirían en la pena de destierro. Este edicto prohibía también las reuniones y clausuraba los cementerios cristianos.
Un segundo edicto del 258 elevó considerablemente la gravedad de las sanciones. Según nos cuenta san Cipriano de Cartago, Valeriano había ordenado que los obispos, presbíteros y diáconos fueran ejecutados por el mero hecho de serlo.
Los cristianos que fueran senadores, altos cargos o equites (caballeros) romanos quedaban privados de su dignidad y desposeídos de sus bienes, y si después de esto persistían en seguir confesándose cristianos, serían condenados a la pena capital; las matronas cristianas serían desposeídas de sus bienes y exiliadas; y por último, todos los cesarianos (funcionarios imperiales) que se declararan cristianos, se les confiscarían sus bienes y serían arrestados.
Como consecuencia de este segundo edicto morirían mártires san Cipriano en Cartago y san Fructuoso y sus diáconos en Tarragona. Las actas de su martirio se han conservado bien y se han estudiado profusamente por los historiadores y hagiógrafos. Conviene hacer notar, que no se trata de unas actas proconsulares, es decir, no son una copia oficial del proceso.
Pero son unas actas auténticas, escritas por un testigo ocular, que conoce perfectamente los hechos y da testimonio de ellos. No son tampoco unas actas que se podrían encuadrar en el género de las leyendas hagiográficas, que son escritos novelados muy posteriores a los hechos que se narran. Posiblemente su redactor pudo tener a la vista las actas proconsulares de este proceso.
Parece que el autor de las actas era un militar, según el conocimiento que demuestra de algunos términos militares y la seguridad con que cita los nombres de todos los soldados que fueron a detener a los mártires. S. Agustín citó estas actas en un sermón predicado en la fiesta de estos mártires (Sermo, 273).
El poeta Aurelio Prudencio las tuvo presentes en su himno VI del Peristefanon (CCL 126, pp. 314-320). Hippolyte Delehaye, que fue un bolandista (Jan de Bolland, siglo XVII, agrupación de jesuitas en Bruselas) de máximo nivel del siglo pasado, sostenía en 1921 que estas Actas son «una pieza única en la hagiografía histórica».
En 1935 aparecía un importante estudio de Franchi de Cavalieri, acompañado por una esmerada edición crítica de dichas Actas, en la que señalaba interpolaciones e incongruencias especialmente en los capítulos finales.
Las conclusiones de Franchi de Cavalieri fueron recogidas por Ángel Fábrega en su edición del Pasionario hispánico de 1953, que cuenta además, con la recensión de la Passio contenida en un códice del monasterio de S. Pedro de Cardeña, que está ahora en el British Museum. Fábrega insistirá en la autenticidad e historicidad de las Actas. Musurillo en 1972 recoge en una edición crítica la ya publicada de Franchi de Cavalieri con alguna ligera modificación.
Nosotros hemos utilizado la edición de Fábrega Grau del Pasionario hispánico. Esta edición será la que se emplearía también en el Congreso Internacional “Pau i Fructuós. El Cristianisme primitiu a Tarragona”, celebrado en Tarragona, los días 19-21 de junio del 2008, con ocasión de los 1750 años del martirio de estos primeros mártires tarraconenses.
Si pasamos al examen del texto en un resumen esquemático, descubriremos la secuencia siguiente de los hechos:
1º El autor de las Actas nos da con precisión los datos cronológicos: El arresto sucedió un domingo 16 de enero, siendo emperadores Valeriano y Galerio, y cónsules Emiliano y Baso. Es decir, el año 259.
2º Son detenidos Fructuoso y sus dos diáconos Augurio y Eulogio. Llevados a la presencia del praes (presidente o gobernador de la provincia tarraconense) Emiliano, quien, después de un brevísimo interrogatorio, los condena a la hoguera.
3º Mientras los mártires son conducidos al anfiteatro la multitud de cristianos y paganos conmovidos le acompañan, y le ofrecen a Fructuoso una copa de vino aromatizado, que él rechaza para no interrumpir el ayuno del viernes.
4º Al entrar en el anfiteatro Fructuoso reconforta a los cristianos con palabras de aliento, manifestando su alegría de salir al encuentro de la corona del martirio.
5º Tras ser quemados vivos, los fieles apagaron con vino los cuerpos semicalcinados y recogieron sus restos. Las reliquias fueron después reunidas por una revelación sobrenatural del propio san Fructuoso.
6º El relato martirial se complementa exponiendo algunos hechos extraordinarios: dos cristianos, Babilas y Migdonio, siervos de la casa del gobernador Emiliano le muestran a su hija una visión, en la que ella contempla cómo los mártires ascienden al Cielo.
7º Por último, Fructuoso revestido de los ornamentos solemnes se aparece al gobernador Emiliano, reprochándole su conducta.
Los mártires tarraconenses son un ejemplo de la auténtica actitud cristiana ante la persecución. De la lectura de las Actas de S. Fructuoso, podemos destacar algunos rasgos característicos de Fructuoso como hombre de fe clarividente.
No pierde la paz ni la serenidad ante los que vienen a llevarle a una muerte segura. En la cárcel continúa ejerciendo su ministerio: bautiza y preside la celebración litúrgica. Responde al juez con humilde nitidez. Recurre en todo momento a la oración.
San Fructuoso es consciente de la universalidad de la Iglesia. Lo muestra su célebre frase, comentada luego por san Agustín, cuando Félix –un soldado cristiano que se le acerca– le pide que se acuerde de él en sus oraciones, y el mártir le responde: «Tengo que acordarme de la Iglesia católica, extendida desde Oriente a Occidente».
En la narración se aprecia también el impacto emocional que se produce entre las gentes que asisten al espectáculo. Así lo atestigua el siguiente párrafo de las Actas: «Cuando llevaban al anfiteatro al obispo Fructuoso y a sus diáconos, empezó el pueblo a condolerse con él, porque se había hecho querer no sólo de los hermanos, sino también de los paganos».
Gracias a esta cita de las Actas se nos descubre que la comunidad cristiana de Tarragona vivía en paz y buenas relaciones con sus conciudadanos no cristianos. No se ve el más mínimo indicio de esa animadversión de los paganos, que en otras ciudades llegó a violentas expresiones de odio.
También cabe señalar, en contraste con otras Actas de mártires, la actitud serena de las autoridades, bien lejana del sadismo que se les atribuye en la literatura legendaria hagiográfica.
El trato de los soldados, cuando van a detener a Fructuoso, es deferente. Tampoco les impiden recibir en la cárcel a toda clase de gentes que se les acercan a manifestarle su afecto y consuelo. Se les permite celebrar en la prisión la statio el miércoles –la “statio” o “día de guardia” pasa del lenguaje militar al latín cristiano para designar un día especial en el que el cristiano practicaba un semiayuno y asistía a un servicio litúrgico eucarístico o simplemente oracional– en esa época además del miércoles celebraban también el viernes como día de estación.
Estas Actas son el testimonio más antiguo de la veneración de las reliquias de los mártires en la Península. En 1924 se descubrió en Tarragona una gran necrópolis romana, que ya existía en el siglo III, y que debió de perdurar hasta el VI o VII. Se trata de un conjunto arqueológico fundamental para la historia de la ciudad y para la arqueología cristina –según las palabras del arqueólogo López Vilar–. En opinión de Serra Vilaró, el número de sepulturas podría ascender a 3.000, en una superficie de unos 8.000 m2.
En esta necrópolis han aparecido inscripciones cristianas y numerosos sepulcros que parecen haber sido colocados en las cercanías de una venerada memoria de los mártires, convertida más tarde (siglos IV y V) en basílica, donde aparecieron algunos restos de los materiales excavados. Entre los fragmentos de inscripciones hay una del siglo V, de especial interés por el hecho de conservarse en él parte del nombre de Fructuoso y la primera letra de Augurio.
Según Josep Vives, este fragmento perteneció a la mesa del altar o a la memoria de la necrópolis de Tarragona. A principios del siglo V, Prudencio en su himno VI del Peristéfanon, alude a un mármol con una cavidad en la que se guardan las cenizas de los mártires tarraconenses.
En el año 1953 se descubrió otra basílica, construida en el siglo VI, en la arena del anfiteatro de Tarragona, escenario del martirio de los santos Fructuoso y compañeros (P. DE PALOL, Arqueología cristiana de la España romana, Madrid-Valladolid 1967, pp. 59-62). El año 1990 se publicaron los resultados de las excavaciones realizadas en la basílica del anfiteatro tarraconense.
Algunos estudiosos identifican con dicha iglesia del anfiteatro la dedicada a san Fructuoso. La mención de una iglesia con este título aparece en el Codex Veronensis, que contiene un libro litúrgico de la Iglesia visigoda, de comienzos del siglo VIII. Pero que sea la del anfiteatro, no es más que una hipótesis.
Desde el punto de vista litúrgico, todos los calendarios mozárabes colocan la memoria de estos mártires el 21 de enero. Esta misma fecha será acogida por el Martirologio Jeronimiano, el Martirologio de Usuardo, y finalmente por Baronio en el Martirologio Romano.
En cuanto a la iconografía. En España podemos recordar en la misma Tarragona, una representación marmórea de los tres mártires que figura sobre la tumba del arzobispo Juan de Aragón, que se conserva en la capilla mayor de la Catedral (s. XIV). En Huesca también hay un fresco que actualmente se encuentra en el Museo Episcopal de Huesca.
A partir de la época visigoda las reliquias de los mártires tarraconenses se reparten por distintas iglesias. Así por ejemplo, se ha encontrado en la ermita de los Santos de Medina-Sidonia una inscripción visigótica del año 630, donde se dice que allí están recogidas reliquias de S. Esteban, Julián, Justo, Pastor, Fructuoso, Augurio, Eulogio, Acisclo, etc.
Según nos declara Caterina Colafranceschi el centro de la iconografía de Fructuoso está en el Priorato de Saint Pierre de Moissac en el Languedoc, donde su culto fue particularmente intenso. Un complejo de bajorrelieves del siglo XII nos muestran algunos episodios de la vida del santo: En el primero, aparece Fructuoso, vestido con ornamentos solemnes episcopales y acompañado por sus diáconos Augurio y Eulogio que le presentan los libros sagrados.
En el segundo bajorrelieve se representa el proceso de los tres mártires en presencia del procónsul Emiliano que los condena a ser quemados vivos. En el último, aparecen Fructuoso y sus compañeros mártires con los brazos levantados en medio de las llamas, mientras una mano pone una cruz en el cielo y dos ángeles acompañan sus almas al cielo. Según Colafranceschi la semejanza de esta “pasión” con la de los tres jóvenes parece que ha influido en los artistas que realizaron estas figuras en Moissac.
Otro testimonio en Francia del culto a san Fructuoso se halla en la iglesia de Capestang en Hérault. En Italia, según una leyenda, en el año 260 dos discípulos de Fructuoso huyeron de Tarragona, y se establecieron en una localidad casi inaccesible de la costa ligur, y construyeron allí una pequeña iglesia.
En el siglo X llegaron a esta región los benedictinos que erigieron un monasterio bajo la advocación de san Fructuoso en Capodimonte, nombre que se extendió a la zona circundante. El monasterio tuvo en el siglo XII su mayor momento de esplendor, pero debido a las incursiones sarracenas y a otras causas decayó y en el 1550 fue transmitido a la familia Doria de Génova y no quedó en la iglesia ningún documento iconográfico de importancia.
2. LA PERSECUCIÓN DE DIOCLECIANO
El emperador romano Diocleciano (284-305), de origen dálmata, nacido en Split (en la actual Croacia), se encontró con graves problemas en la administración del poder imperial. Para resolverlos ideó un nuevo sistema de gobierno, que conoce con el nombre de tetrarquía.
El 293 quedó constituida la primera tetrarquía: Diocleciano, augusto, residente en Nicomedia, ocupaba la cumbre de la jerarquía; con su césar Galerio, que residía en Sirmio, se ocupaba directamente del gobierno de la parte oriental del Imperio. El otro augusto, Maximiano, establecía su capital en Milán, y su césar Constancio en Tréveris; ambos gobernaban Occidente.
Durante los primeros dieciocho años de su reinado, Diocleciano no sólo no persiguió a los cristianos, sino que adoptó una clara política de tolerancia. En año 300 se produce un cambio, Diocleciano publica un edicto que ordenaba a los soldados a sacrificar a los dioses romanos o abandonar el ejército.
A partir del 303 promulga un edicto en el que manda la destrucción o confiscación de todos los edificios de culto, libros sagrados y la prohibición de celebraciones cultuales, así como la privación de cargos, dignidades y títulos a los cristianos.
Un segundo edicto del 303 va dirigido contra la jerarquía: obispos, presbíteros, diáconos y demás componentes del clero, que debían ser encarcelados. Un tercer edicto, complemento del anterior, exigía a los componentes del clero sacrificar a los dioses y si no lo hacían serían torturados y ejecutados. Finalmente un cuarto edicto de 304 prescribía para todos sin excepción el sacrifico a los dioses romanos y el culto al emperador, bajo pena de torturas y de muerte.
Esta persecución contra los cristianos sería la más terrible y cruel del Imperio Romano. Sólo en las regiones de Occidente, dependientes de Constancio Cloro, entre las que se encontraba la Península Ibérica, la persecución quedó muy mitigada por la benevolencia de este césar.
Sin embargo, entre los mártires de los que nos ha llegado noticia, podemos citar a san Marcelo, centurión de la legión VII Gémina, las santas Justa y Rufina, vendedoras de cerámica, los 18 mártires de Zaragoza, cantados por Aurelio Prudencio en su Peristéfanon, san Vicente de Zaragoza, diácono, santos Emeterio y Celedonio de Calahorra, san Félix de Gerona, san Cucufate de Barcelona, san Acisclo de Córdoba, los niños Justo y Pastor de Alcalá de Henares, san Eulalia de Mérida o de Barcelona, etc.
Nos fijaremos en la figura de san Vicente, especialmente significativa y celebrada en los martirologios de la época.
3. MARTIRIO DE SAN VICENTE DE ZARAGOZA
El más ilustre de los mártires hispánicos de la época romana es, sin duda, san Vicente. Su martirio, por los horribles suplicios que tuvo que sufrir, se hizo pronto muy célebre en todo el mundo cristiano. San Agustín predicó sobre él en varias ocasiones con motivo del aniversario de su martirio.
Aurelio Prudencio le dedicará en himno V del Peristéfanon, con abundantes pormenores de su proceso martirial. Prudencio cuando canta las glorias de Zaragoza, incluye al mártir Vicente, diciendo: “Nuestro es [Vicente], aunque sufriese el martirio lejos, en ciudad desconocida y diese la gloria de su sepulcro por casualidad a la gran Sagunto, junto a la costa” (Himno, IV).
Oriundo de Huesca, –aunque Prudencio diga que había nacido en Zaragoza–, de familia consular, es muy cierto que se educó en esa ciudad, donde fue arcediano del obispo Valerio, que le había encargado el ministerio de la predicación, por tener el obispo dificultades de expresión. Al estallar la persecución Vicente fue encarcelado, junto con el obispo Valerio, por el gobernador Daciano. Juntos fueron llevados a Valencia, donde sufrieron una serie de indecibles torturas.
En un momento del proceso, el gobernador manda que retiren al obispo Valerio y decide seguir torturando a Vicente. Se le somete al potro, al lecho incandescente, y a garfios de hierro que desgarran su cuerpo. Daciano manda encerrar a Vicente en una cárcel profunda y obscura. Allí recibe el mártir la visita luminosa de los ángeles, que convierten las asperezas del suelo en un lecho blando.
San Vicente une su voz a la melodía angélica. Termina su martirio entregando su alma al Señor. Su cuerpo, expuesto a los perros y a las aves de rapiña, permanece incólume. Metido en un saco cosido y con una piedra como lastre es arrojado al mar; las olas lo traen a la orilla, antes incluso que llegase a ella la barca que lo había llevado lejos de la costa.
El espíritu del santo avisa a una santa anciana viuda, que encuentra los restos mortales del mártir sepultados en la orilla por el mismo mar, que lo había cubierto con un túmulo de arena. De allí se traslada el cuerpo a la basílica de la iglesia madre, suponemos que sería la catedral de Valencia.
La narración del martirio procede de una versión recogida en el Pasionario hispánico, libro litúrgico de la Liturgia hispana, que recogía una serie de lecturas hagiográficas siguiendo el calendario correspondiente.
Esta lectura corresponde a una versión de la Passio de S. Vicente redactada a finales del siglo IV. El mismo autor de la Pasión confiesa que no cuenta con documentos escritos originales, destruidos por orden del gobernador romano, y se basa tan sólo en narraciones orales. Con un estilo un tanto ampuloso desarrolla los temas con bastante ornamentación literaria. La Passio no ofrece la garantía histórica que tienen las Actas de S. Fructuoso, que hemos examinado anteriormente.
Esta Passio figura en el Pasionario hispánico de Fábrega, que es la edición más antigua que tenemos. Sin duda es anterior a la utilizada por Ruinart en el siglo XVII. La edición del Pasionario hispánico debió de ser la utilizada por Prudencio y Agustín. Hay que añadir, además, que esta versión influyó mucho en la redacción de numerosos textos litúrgicos del Oficio de Misas de la Liturgia hispana o mozarábica.
La existencia de un culto a san Vicente tiene una notoria antigüedad y está muy extendido por todo el Imperio Romano, como nos muestran los abundantes testimonios literarios, epigráficos y arqueológicos. Además de figurar en el martirologio Jeronimiano y en el calendario de Cartago, san Agustín, como ya hemos dicho, predicó varios sermones en su honor el día 22 de enero, y dijo de él que no había región ni provincia a las que se extendiese el Imperio Romano o el nombre cristiano que no celebrase su fiesta (Agustín, Sermo, 276).
Han llegado hasta nosotros cinco de esos sermones de Agustín. Lo exalta también san Paulino de Nola, a comienzos del siglo V lo recordaba entre los más ilustres maestros de la predicación cristiana (Carmen XIX, 154). Otros escritores eclesiásticos como: san Avito, Venancio Fortunato, Gregorio de Tours, nuestro Aurelio Prudencio, como ya hemos visto, celebran a este gran mártir.
Las basílicas en honor de san Vicente se fueron multiplicando en la Península y fuera de ella. En España podemos recordar especialmente la de Toledo, donde se encuentra una inscripción sepulcral dedicada al Santo, y que según Vives, se puede datar en el siglo V. Otra basílica era la catedral de Sevilla, destruida por Genserico el año 428.
Una tercera basílica le fue consagada en Illiberis (actual Granada) por el obispo Lilliolo de Acci en el año 504. En la región de la Bureba (Burgos) junto a Briviesca se construyó en el siglo XI un monasterio que se denominó de san Vicente de Buezo. Tanto el monasterio como una iglesia se consagraron al santo mártir.
De las basílicas francesas tenemos noticia de una en Ensérune, en los confines de la Narbonense y el Biterrese, dedicada el año 455 a tres santos Vicente, Inés y Eulalia. También sabemos que en el año 558 Childeberto construyó en París una basílica dedicada a Vicente, que luego más tarde asumió el nombre de san Germán, porque allí se dio sepultura a este santo.
En la Italia del siglo XI, encontramos la iglesia catedral de Bérgamo, dedicada a nuestro santo, y cuyo Sacramentario Bergomense recoge la liturgia ambrosiana, y allí también aparecen textos litúrgicos de la celebración de san Vicente. En Roma se celebraba la memoria del mártir desde el siglo V y se le dedicaron varias iglesias y monasterios tanto en Roma como en la región meridional de Benevento, como el célebre monasterio de san Vicente de Volturno, que se gloriaba de poseer una reliquia del Santo.
Sobre las reliquias del mártir Vicente, san Gregorio de Tours, en su Historia Francorum habla de un modo incidental en una nota correspondiente al año 542. Cuenta Gregorio que ese año los habitantes de Zaragoza fueron salvados del asedio, al que estuvieron sometidos en represalia, por el rey franco Childeberto, gracias a la intercesión de san Vicente cuya túnica conservaban y veneraban.
Conseguida la paz, según el testimonio de un autor anónimo (Historiae francorun scriptores coetani, Paris 1636, I, p. 29), que escribía sobre el año 700, dice que Childeberto llevó a París una reliquia de nuestro santo, una stola, distinta de la túnica que se veneraba en Zaragoza.
A finales del siglo VI, se encontraron también reliquias de Vicente, en los alrededores de Poitiers, en un pueblo llamado Becciacum (Bessay) en el Departamento la Vandee, y en Orbigny, cercano al anterior.
Son innumerables las noticias de inscripciones del mismo santo. Lacger y A. Fábrega sostienen que la razón de tanta popularidad sea precisamente el relato de la Passio, mencionada con anterioridad, por sus indiscutibles cualidades literarias y el atractivo de sus descripciones llenas de dramatismo y de fuerza.
Este atractivo se transmitió también a otros hagiógrafos, que se inspiraron abundantemente en la Pasión de san Vicente, a la hora de redactar otros relatos martiriales. Así se puede constatar su influencia en las Pasiones de otros santos mártires hispanos, como las de san Félix de Gerona, Cucufate de Barcelona, Eulalia de Barcelona, Innumerables de Zaragoza, Justo y Pastor de Alcalá de Henares, Leocadia de Toledo, y Vicente, Sabina y Cristeta de Ávila.
DOMINGO RAMOS-LISSÓN
Profesor Emérito de la Universidad de Navarra
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