Santa Mónica
En el mes de agosto de los años 2006 y 2009, Benedicto XVI dedicó dos de sus catequesis de los miércoles a la figura de Santa Mónica de Hipona, madre de san Agustín que ha sido el santo que, como confesó, quizá ha tenido más importancia «en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor», san Agustín de Hipona (354-430).
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Domingo 27 de agosto de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, 27 de agosto, recordamos a santa Mónica y mañana recordaremos a su hijo, san Agustín: sus testimonios pueden ser de gran consuelo y ayuda también para muchas familias de nuestro tiempo.
Mónica, nacida en Tagaste, actual Souk-Aharás, Argelia, en una familia cristiana, vivió de manera ejemplar su misión de esposa y madre, ayudando a su marido Patricio a descubrir la belleza de la fe en Cristo y la fuerza del amor evangélico, capaz de vencer el mal con el bien.
Tras la muerte de él, ocurrida precozmente, Mónica se dedicó con valentía al cuidado de sus tres hijos, entre ellos san Agustín, el cual al principio la hizo sufrir con su temperamento más bien rebelde.
Como dirá después san Agustín, su madre lo engendró dos veces; la segunda requirió largos dolores espirituales, con oraciones y lágrimas, pero que al final culminaron con la alegría no sólo de verle abrazar la fe y recibir el bautismo, sino también de dedicarse enteramente al servicio de Cristo.
¡Cuántas dificultades existen también hoy en las relaciones familiares y cuántas madres están angustiadas porque sus hijos se encaminan por senderos equivocados! Mónica, mujer sabia y firme en la fe, las invita a no desalentarse, sino a perseverar en la misión de esposas y madres, manteniendo firme la confianza en Dios y aferrándose con perseverancia a la oración.
En cuanto a Agustín, toda su existencia fue una búsqueda apasionada de la verdad. Al final, no sin un largo tormento interior, descubrió en Cristo el sentido último y pleno de su vida y de toda la historia humana.
En la adolescencia, atraído por la belleza terrena, “se lanzó” a ella —como dice él mismo (cf. Confesiones X, 27-38)— de manera egoísta y posesiva con comportamientos que produjeron no poco dolor a su piadosa madre.
Pero a través de un fatigoso itinerario, también gracias a las oraciones de ella, Agustín se abrió cada vez más a la plenitud de la verdad y del amor, hasta la conversión, ocurrida en Milán, bajo la guía del obispo san Ambrosio.
Así permanecerá como modelo del camino hacia Dios, suprema Verdad y sumo Bien. “Tarde te amé —escribe en su célebre libro de las Confesiones—, hermosura tan antigua y siempre nueva, tarde te amé. He aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba… Estabas conmigo y yo no estaba contigo… Me llamabas, me gritabas, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera” (ib.).
Que san Agustín obtenga también el don de un sincero y profundo encuentro con Cristo para todos los jóvenes que, sedientos de felicidad, la buscan recorriendo caminos equivocados y se pierden en callejones sin salida.
Santa Mónica y san Agustín nos invitan a dirigirnos con confianza a María, trono de la Sabiduría. A ella encomendamos a los padres cristianos, para que, como Mónica, acompañen con el ejemplo y la oración el camino de sus hijos. A la Virgen Madre de Dios encomendamos a la juventud a fin de que, como Agustín, tienda siempre hacia la plenitud de la Verdad y del Amor, que es Cristo: sólo él puede saciar los deseos profundos del corazón humano.
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Palacios Apostólico de Castelgandolfo
Domingo 30 de agosto de 2009
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Queridos hermanos y hermanas:
Hace tres días, el 27 de agosto, celebramos la memoria litúrgica de santa Mónica, madre de san Agustín, considerada modelo y patrona de las madres cristianas. Muchas noticias sobre ella nos proporciona su hijo en el libro autobiográfico Las confesiones, obra maestra entre las más leídas de todos los tiempos.
Aquí conocemos que san Agustín bebió el nombre de Jesús con la leche materna y fue educado por su madre en la religión cristiana, cuyos principios quedaron en él impresos incluso en los años de desviación espiritual y moral. Mónica jamás dejó de orar por él y por su conversión, y tuvo el consuelo de verle regresar a la fe y recibir el bautismo. Dios oyó las plegarias de esta santa mamá, a quien el obispo de Tagaste había dicho: “Es imposible que se pierda un hijo de tantas lágrimas”.
En verdad, san Agustín no sólo se convirtió, sino que decidió abrazar la vida monástica y, al volver a África, fundó él mismo una comunidad de monjes. Conmovedores y edificantes son los últimos coloquios espirituales entre él y su madre en la quietud de una casa de Ostia, a la espera de embarcarse rumbo a África.
Santa Mónica ya había llegado a ser, para este hijo suyo, “más que madre, la fuente de su cristianismo”. Su único deseo durante años había sido la conversión de Agustín, a quien ahora veía orientado incluso a una vida de consagración al servicio de Dios.
Por lo tanto podía morir contenta, y efectivamente falleció el 27 de agosto del año 387, a los 56 años, después de haber pedido a sus hijos que no se preocuparan por su sepultura, sino que se acordaran de ella, allí donde estuvieran, en el altar del Señor. San Agustín repetía que su madre lo había “engendrado dos veces”.
La historia del cristianismo está constelada de innumerables ejemplos de padres santos y de auténticas familias cristianas que han acompañado la vida de generosos sacerdotes y pastores de la Iglesia. Pensemos en san Basilio Magno y san Gregorio Nacianceno, ambos pertenecientes a familias de santos.
Pensemos, cercanísimos a nosotros, en los esposos Luigi Beltrame Quattrocchi y Maria Corsini, que vivieron entre finales del siglo XIX y mediados de 1900, beatificados por mi venerado predecesor Juan Pablo II en octubre de 2001, coincidiendo con los veinte años de la exhortación apostólica Familiaris consortio.
Este documento, además de ilustrar el valor del matrimonio y los deberes de la familia, llama a los esposos a un particular compromiso en el camino de santidad que, sacando gracia y fortaleza del sacramento del matrimonio, les acompaña a lo largo de toda su existencia (cf. n. 56).
Cuando los cónyuges se dedican generosamente a la educación de los hijos, guiándolos y orientándolos en el descubrimiento del designio de amor de Dios, preparan ese fértil terreno espiritual en el que brotan y maduran las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Se revela así hasta qué punto están íntimamente unidas y se iluminan recíprocamente el matrimonio y la virginidad, a partir de su enraizamiento común en el amor esponsal de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas: en este Año sacerdotal oremos para que, “por intercesión del santo cura de Ars, las familias cristianas sean pequeñas iglesias en las que todas las vocaciones y todos los carismas, donados por el Espíritu Santo, se acojan y valoren” (de la Oración por el Año sacerdotal). Que nos obtenga esta gracia María santísima, a la que ahora invocamos juntos.
BENEDICTO XVI
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