El día 26 de julio, puede ser un gran día. La tradición cristiana celebra la festividad de San Joaquín y Santa Ana, los padres de la Santísima Virgen María, Madre de Jesucristo, por tanto los abuelos del Niño Jesús. Esta festividad puede convertirse en un día muy bonito para celebrar toda la familia unida la fiesta de los abuelos.
Podemos convertir el día 26 de julio en la fiesta del agradecimiento: gracias a nuestros abuelos vinieron a la vida nuestros padres. Gracias a ellos nosotros hemos vivido muchas cosas.
Darles las gracias, compartir cada año un día de alegría, proporcionar unas horas de cariño, ternura, amor en sus soledades de personas mayores, logrando la sonrisa de su ancianidad, la chispa de viveza en sus ojos fatigados por su vejez, con-sumidos por sus años, pero siempre generosos con todos.
Día de acción de gracias por la vida, por los cuidados, por los desvelos, por los sufrimientos, por los sacrificios, por el derroche de amor y cariño de nuestros abuelos hacia nuestros padres y hacia nosotros. Por la indescriptible ayuda en nuestra educación y en la formación de nuestra personalidad.
Los abuelos de nuestra sociedad vuelven a vivir y a dar por segunda vez los mimos y los castigos que en su día ejercitaron con nuestros padres, rectificando y mejorando en todo aquello que para ellos, desde la óptica de la sabiduría que dan los años, han visto que es lo mejor para sus nietos. Su sensibilidad nos permite amarles más, y por ello nuestro agradecimiento ha de ser mucho mayor.
Celebrar la fiesta de los abuelos, es como un deber de agradecimiento, un acto de amor, una devolución de ternura y sobre todo, una acción de gracias respetuosa y alegre, para hacerles arrancar su mejor sonrisa en esta celebración íntima y familiar, donde vuelven a ser protagonistas en este día de los abuelos. Es una extensión justa, y cada día más necesaria, del cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre.
La sensibilidad de la sociedad actual nos pide que se establezca un reconocimiento público, universal y particular de cada nieto por sus abuelos –los padres de nuestros padres–.
Ensalzar la figura de la abuela y del abuelo es tributar un cariño particular por la persona importante de nuestros recuerdos de infancia, personajes simpáticos a los que más de una vez hemos hecho rabiar», al igual que recordamos que les hemos hecho llorar de emoción y alegría. Su gran corazón se lo me-rece todo.
Los abuelos son un factor integrador de la vida familiar, a la que intentan sostener y fortalecer, siendo elementos creadores de afectividad, cariño y comprensión; su equilibrio emocional y de convivencia permite mantener un clima de tranquilidad y de sosiego en el hogar, que ayuda, colaborando con los padres, a obtener la madurez en la formación de los nietos.
Pero también las personas mayores precisan mantener relaciones intergeneracionales para renovar sus conocimientos. Por eso, armonizar todos los sectores demográficos de la sociedad, resulta necesario para obtener vivencias complementarias, que llenan la vida en sociedad.
La soledad de los abuelos suele ser su mayor pobreza, pues produce la sensación de vacío, difícil de sustituir. Esto se puede comprobar, si acudes a una residencia: observarás cómo esperan anhelantes la visita de un familiar.
Terminamos con estas bellas palabras de Juan Pablo II:
«¡Nuestros abuelos! La Biblia les reserva el calificativo de ricos en sabiduría, maestros de la vida, testigos de la tradición de la fe y personas llenas de respeto a Dios… Es importante que se conserve, o se restablezca donde se haya perdido, un pacto entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron» (Juan Pablo II, Evangelium vitae).
«Ponte en pie ante las canas y honra el rostro del anciano» (Lv 19, 32). Honrar a los ancianos supone un triple deber hacia ellos: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades. En muchos ambientes eso sucede casi espontáneamente, como por costumbre inveterada. En otros, especialmente en las naciones desarrolladas, parece obligado un cambio de tendencia para que los que avanzan en años puedan envejecer con dignidad, sin temor a quedar reducidos a personas que ya no cuentan nada. Es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que “el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes”. Mientras hablo de los ancianos, no puedo dejar de dirigirme también a los jóvenes para invitarles a estar a su lado. Os exhorto, queridos jóvenes, a hacerlo con amor y generosidad. Los ancianos pueden daros mucho más de cuanto podáis imaginar (Carta de Juan Pablo II a los ancianos).
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