Entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, y se quedaron asustadas. Él les dice: No tengáis miedo; buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar donde lo colocaron”.
Hacia el año 57, San Pablo escribe a los Corintios: «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1 Co 15,3-5).
Una vez pasado el sábado, al amanecer el primer día de la semana, algunas mujeres se dirigieron al sepulcro. Eran conscientes de las dificultades con las que se iban a encontrar al llegar para poder entrar, pero no se acobardaron y siguieron su camino.
Al llegar tuvieron la fortuna de ser las primeras en contemplar el prodigio. En efecto, San Marcos cuenta que mientras iban andando “se decían unas a otras: ¿Quién nos quitará la piedra de entrada al sepulcro? Y al mirar vieron que la piedra estaba quitada; era ciertamente muy grande.
Entrando en el sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca, y se quedaron asustadas. El les dice: No tengáis miedo; buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí; mirad el lugar donde lo colocaron” (Mc 16, 3-6).
EL CADAVER HA DESAPARECIDO
Un primer hecho real desde el punto de vista histórico es que el cadáver de Jesús, al amanecer el tercer día tras su muerte en cruz, ya no estaba en el sepulcro donde lo habían dejado. Había desaparecido.
Una noticia como esa corrió veloz de puerta en puerta, de casa en casa, y de tienda en tienda por las callejas de Jerusalén que estaban abarrotadas de gentes desplazadas a la ciudad santa para celebrar la Pascua. Comerciantes, soldados, viajeros y curiosos iban intentando conocer más detalles. El cuerpo de Jesús de Nazaret, que había sido crucificado y murió a la vista de todos los que entraban en la ciudad, una vez bajado de la cruz, había quedado en el sepulcro. Pero al amanecer el tercer día, la losa que sellaba la sepultura había sido abierta. Dentro no había cadáver alguno.
El revuelo de comentarios en torno a la desaparición del cadáver, que comenzó entonces a correr, llegó tan lejos que fue necesaria una llamada oficial al orden por parte de las autoridades romanas. En Nazaret se ha encontrado una inscripción del siglo I dC. que es testimonio elocuente de lo alto que llegaron los rumores levantado por el suceso.
La losa de piedra de mármol con la inscripción se encuentre en el Cabinet des Médailles de París formando parte de la colección Froehner. La inscripción está en griego, y en su encabezamiento lleva las palabras «Diátagma Kaísaros» (Decreto del César, es decir, ordenanza imperial). El texto completo dice así:
“Ordenanza imperial. Sabido es que los sepulcros y las tumbas, que han sido hechos en consideración a la religión de los antepasados, o de los hijos, o de los parientes, deben permanecer inmutables a perpetuidad. Si, pues, alguno es convicto de haberlos destruido, de haber, no importa de qué manera, exhumado cadáveres enterrados, o de haber, con mala intención, transportado el cuerpo a otros lugares, haciendo injuria a los muertos, o de haber quitado las inscripciones o las piedras de la tumba, ordeno que ése sea llevado a juicio, como si quien se dirige contra la religiosidad de los hombres lo hiciera contra los mismos dioses.
Así, pues, lo primero es preciso honrar a los muertos. Que no sea en absoluto a nadie permitido cambiarlos de sitio, si no quiere el convicto por violación de sepultura sufrir la pena capital.”
Para la autoridad imperial no cabía otra explicación que un robo, lo que ya de por sí suponía un gran delito puesto que se trataba de la profanación de una sepultura, pero es que, además, en este caso, el suceso había encrespado mucho los ánimos.
La resurrección de Jesús causó un fuerte impacto en sus discípulos. Los Apóstoles dieron testimonio de lo que habían visto y oído. Hacia el año 57 San Pablo escribe a los Corintios: «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1 Co 15,3-5).
Cuando, actualmente, uno se acerca a esos hechos para buscar lo más objetivamente posible la verdad de lo que sucedió, puede surgir una pregunta: ¿de dónde procede la afirmación de que Jesús ha resucitado? ¿Es una manipulación de la realidad que ha tenido un eco extraordinario en la historia humana, o es un hecho real que sigue resultando tan sorprendente e inesperable ahora como resultaba entonces para sus aturdidos discípulos?
LA VIDA DESPUES DE LA MUERTE
A esas cuestiones sólo es posible buscar una solución razonable investigando cuáles podían ser las creencias de aquellos hombres sobre la vida después de la muerte, para valorar si la idea de una resurrección como la que narraban es una ocurrencia lógica en sus esquemas mentales.
De entrada, en el mundo griego hay referencias a una vida tras la muerte, pero con unas características singulares. El Hades, motivo recurrente ya desde los poemas homéricos, es el domicilio de la muerte, un mundo de sombras que es como un vago recuerdo de la morada de los vivientes. Pero Homero jamás imaginó que en la realidadfuese posible un regreso desde el Hades.
Platón, desde una perspectiva diversa había especulado acerca de la reencarnación, pero no pensó como algo real en una revitalización del propio cuerpo, una vez muerto. Es decir, aunque se hablaba a veces de vida tras la muerte, nunca venía a la mente la idea de resurrección, es decir, de un regreso a la vida corporal en el mundo presente por parte de individuo alguno.
En el judaísmo la situación es en parte distinta y en parte común. El sheol del que habla el Antiguo Testamento y otros textos judíos antiguos no es muy distinto del Hades homérico. Allí la gente está como dormida. Pero, a diferencia de la concepción griega, hay puertas abiertas a la esperanza.
El Señor es el único Dios, tanto de los vivos como de los muertos, con poder tanto en el mundo de arriba como en el sheol. Es posible un triunfo sobre la muerte. En la tradición judía, aunque se manifiestan unas creencias en cierta resurrección, al menos por parte de algunos.
También se espera la llegada del Mesías, pero ambos acontecimientos no aparecen ligados. Para cualquier judío contemporáneo de Jesús se trata, al menos de entrada, de dos cuestiones teológicas que se mueven en ámbitos muy diversos. Se confía en que el Mesías derrotará a los enemigos del Señor, restablecerá en todo su esplendor y pureza el culto del templo, establecerá el dominio del Señor sobre el mundo, pero nunca se piensa que resucitará después de su muerte: es algo que no pasaba de ordinario por la imaginación de un judío piadoso e instruido.
Robar su cuerpo e inventar el bulo de que había resucitado con ese cuerpo, como argumento para mostrar que era el Mesías, resulta impensable. En el día de Pentecostés, según refieren los Hechos de los Apóstoles, Pedro afirma que «Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte», y en consecuencia concluye: «Sepa con seguridad toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).
La explicación de tales afirmaciones es que los Apóstoles habían contemplado algo que jamás habrían imaginado y que, a pesar de su perplejidad y de las burlas que con razón suponían que iba a suscitar, se veían en el deber de testimoniar.
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