Faltaban cinco días para la Pascua, y era domingo –el primer día de la semana–, según una antiquísima tradición que armoniza bien con los datos que nos ofrecen los cuatro evangelios. Los días que faltaban para la muerte de Jesús estaban contados. Desde Betania, Jesús se encaminó a Jerusalén, rodeado de una gran muchedumbre.
Dejó la casa de los amigos en Betania y tomó el camino de la ciudad santa que pasaba por una pequeña aldea llamada Betfagé, junto al Monte de los Olivos. Cuando ya estaban cerca de la población envió a dos de sus discípulos con este encargo: Id a la aldea que tenéis enfrente, y nada más entrar en ella encontraréis un borriquillo atado, sobre el que todavía no ha montado ningún hombre; desatadlo y traedlo.
San Mateo habla también de una borrica, aunque será el pollino la cabalgadura que empleará Jesús. El dueño debía de ser un discípulo, porque les advirtió: Y si alguien os dice: ¿Por qué hacéis eso?, responded que el Señor tiene necesidad de él, y que en seguida lo devolverá aquí (Mc). Y sucedió tal como el Maestro les había dicho. El dueño se uniría al cortejo que comenzaba a formarse camino de la ciudad.
Echaron un manto sobre el borrico y Jesús montó sobre él. San Juan escribe que sucedió así para que se cumpliera la profecía de Zacarías, que los judíos entendían en sentido mesiánico: No temas, hija de Sión. Mira a tu rey, que llega montado en un pollino de asna. Era una entrada propia del Mesías, príncipe de la paz. Así habían hecho su entrada muchas veces los reyes en Israel.
Quienes estaban dispuestos para entender, lo comprenderían.
La comitiva se puso en marcha. Un aire festivo lo impregnaba todo. Los apóstoles rodeaban al Señor, y delante y detrás se apiñaba la multitud, que aumentaba a cada instante. Todos comprendieron que Jesús quería entrar en Jerusalén como el Mesías prometido.
Él mismo admitía y provocaba las manifestaciones de los que salían a su paso. Muchos eran peregrinos de Galilea y de todas partes, que por fin le veían después de tantos meses. San Juan da esta explicación: La multitud que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro, daba testimonio. Lo iban contando por todas partes y arrastraron a muchos con su fervor: por eso las muchedumbres salieron a su encuentro, porque oyeron que Jesús había hecho este milagro.
Y San Mateo escribe: Una gran multitud extendió sus propios mantos por el camino; otros cortaban ramas de árboles y las echaban por el camino. Así habían hecho en otros tiempos sus antepasados.
Los evangelistas dan la impresión de que la multitud iba en aumento conforme se acercaban a la ciudad. San Lucas indica el momento preciso en que el entusiasmo cobró toda su fuerza. Fue –dice– al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del Monte de los Olivos, después de haber pasado la cumbre y caminado un rato por la vertiente occidental de esta colina.
Desde un recodo del camino se divisaba de repente una parte de la ciudad, que se eleva en el ángulo sudeste, sobre la actual colina de Sión. Y los que iban delante y detrás clamaban: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!
En medio de aquella alegría y de aquel entusiasmo, algunos fariseos, amigos hasta cierto punto, se acercaron al Señor para decirle (Lc):
Maestro, reprende a tus discípulos. Les parecían demasiado aquellos gritos y las alabanzas que le tributaban. Y Jesús les respondió que el momento era tan grande que, si aquéllos callasen, Dios haría hablar a las piedras.
De hecho, cuando por miedo callan sus seguidores en el Calvario, temblará la tierra y se partirán las piedras, estremecidas por su muerte. Decenas de profecías se concretaban en aquel instante. Otras veces el Señor había impuesto silencio a quienes querían aclamarle como Rey y Mesías. Ahora ha llegado el momento de su manifestación pública.
No hacía mucho que el Sanedrín había decretado que, si alguno tenía noticias del lugar donde se encontraba Jesús, lo denunciase enseguida, para detenerlo. Y Jesús entraba ahora en Jerusalén, acompañado de una gran multitud, que lo aclamaba abiertamente como Mesías.
San Juan recoge este comentario de unos fariseos: Ya veis que no adelantáis nada; mirad cómo todo el mundo se ha ido tras él. Ven el triunfo de Jesús con pena.
La comitiva había rebasado la cima del Monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental en dirección al Templo. Desde aquella vertiente se divisaba un panorama de toda la ciudad. Al contemplarla, Jesús lloró; y se quebró la alegría de todos al ver al Maestro.
Al Señor se le representó en un momento toda la historia de Jerusalén, que era la historia del pueblo judío: un pasado lleno del amor de Dios no correspondido; un presente en el que llevarán a la muerte al Hijo, como en la parábola de los viñadores homicidas; y un futuro en el que no quedaría piedra sobre piedra de la ciudad.
Cuarenta años después, Tito establecería allí mismo, en el Monte de los Olivos, el campamento de las tropas que asediarían la ciudad y más tarde la tomarían por asalto.
Jesús, conmovido a la vista de este cuadro tan trágico, prorrumpió en sollozos. Después, dio rienda suelta a su dolor y describió la suerte que en breve plazo aguardaba a la ciudad:
Vendrán días sobre ti en que no sólo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho.
En el año 70 las legiones romanas pusieron sitio a la ciudad, y en tres días construyeron un muro para rendirla por hambre [9]. Poco después, Jerusalén quedó arrasada.
Después de una pausa, Jesús emprendió de nuevo el camino y terminó de bajar la vertiente occidental de la colina. Entró por fin en la ciudad, rodeado de cientos de peregrinos que lo aclamaban y lo vitoreaban. Toda Jerusalén estaba alborotada con la entrada del Señor, rodeado de esta multitud que le aclamaba como Mesías. Quizá este pequeño triunfo de ahora incrementó el odio y el rencor de sus enemigos.
Unos días más tarde saldrá Jesús de la ciudad con la cruz a cuestas, camino del Calvario. Muchas de aquellas gentes presenciaron en silencio, sobrecogidas, cómo ajusticiaban al que habían aclamado. Nadie le prestó la menor ayuda. Hemos de pensar que éstos que le siguen hoy con palmas y ramos no son los mismos que gritarán como posesos:
¡Crucifícale! ¡Crucifícale! En Jerusalén quedaba otra mucha gente que siempre había sido hostil al Maestro de Galilea.
Entró Jesús en el Templo e hizo allí algunas curaciones. Unos niños lo aclamaron de nuevo, y decían: Hosanna al Hijo de David. Los príncipes de los sacerdotes se irritaron. Tenían una rabia incontenible ante los milagros, los gritos de júbilo y las aclamaciones como Hijo de David. ¡Hasta los niños se sumaban a la fiesta! Por eso, ellos le decían: ¿Oyes lo que dicen éstos? Y Él les respondió: Sí; ¿no habéis leído nunca: de la boca de los pequeños y de los niños de pecho te preparaste la alabanza? (Mt).
Después, Jesús los dejó y se marchó a Betania, y allí pasó la noche (Mt). San Marcos añade que salió con los Doce y que se les había hecho tarde. Media hora después estaba con sus amigos, que le hicieron una buena acogida, como siempre. Imaginamos que comentó con ellos muchos pequeños detalles de aquella entrada jubilosa en Jerusalén. Alguno de los discípulos iría a Betfagé a devolver el borrico, tal como habían prometido.
+ info –
Vida de Jesús (Fco Fz Carvajal)
Ver en Wikipedia
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