Después de la circuncisión había que cumplir dos ceremonias, según lo dispuesto: la madre debía purificarse de la impureza legal contraída; y el hijo primogénito debía ser presentado, entregado, al Señor y después rescatado.
Emprendieron el camino hacia Jerusalén. Desde Belén, el viaje de ida y vuelta se hacía con comodidad en una jornada.
La Virgen, acompañada de San José y llevando a Jesús en sus brazos, se presentó en el Templo confundida entre el resto de las mujeres, como una más. Se cumple la antigua profecía: Vendrá el Deseado de todas las gentes y henchirá de gloria este templo.
PURIFICACIÓN DE MARÍA
La Ley de Moisés prescribía en primer lugar la purificación de la madre de una impureza legal que la impedía tocar cualquier objeto sagrado o entrar en un lugar de culto.
En virtud de esta ley, cuarenta u ochenta días después del alumbramiento, según se tratase de un hijo o de una hija, estaban obligadas las madres a presentarse en el Templo de Jerusalén. Se podía retrasar el viaje si existían razones de cierto peso; por ejemplo, si la mujer que acababa de ser madre debía ir en breve plazo a la ciudad santa para celebrar alguna de las grandes fiestas religiosas, o si habitaba muy lejos de Jerusalén.
En este caso, otra persona podía en su nombre ofrecer los sacrificios prescritos. Sin embargo, las madres israelitas procuraban con empeño cumplir personalmente la ley. Aprovechaban además esta ocasión para llevar consigo a su primogénito, cuyo rescate asociaban a la ceremonia de su purificación. La Virgen hizo aquel corto viaje de Belén a Jerusalén con gozo, y se presentó en el Templo con su Hijo de pocos días en brazos.
Este precepto, en realidad, no obligaba a María. Así pensaron los primeros escritores cristianos, pues Ella era purísima y concibió y dio a luz a su Hijo milagrosamente.
Por otra parte, la Virgen no buscó nunca a lo largo de su vida razones que la eximieran de las normas comunes de su tiempo. Como en tantas ocasiones, la Madre de Dios se comportó como cualquier mujer judía de su época. Quiso ser ejemplo de obediencia y de humildad: una humildad que la llevaba a no querer distinguirse de las demás madres por las gracias con las que Dios la había adornado. Como una joven madre más se presentó aquel día, acompañada de José, en el Templo.
La purificación de las madres tenía lugar por la mañana, a continuación del rito de la incensación y de la ofrenda llamada del sacrificio perpetuo. Se situaban en el atrio de las mujeres, en la grada más elevada de la escalinata que conducía desde este atrio al de Israel. El sacerdote las rociaba con agua lustral y recitaba sobre ellas unas oraciones.
Pero la parte principal del rito consistía en la oblación de dos sacrificios. El primero era el expiatorio por los pecados: una tórtola o un pichón constituían su materia. El segundo era un holocausto, que para los más pudientes consistía en un cordero de un año y, para los pobres, en una tórtola o un pichón. María ofreció el sacrificio de las familias modestas.
LA PRESENTACIÓN DE JESÚS Y SU RESCATE
Después de la purificación tenía lugar la presentación y rescate del primogénito. En el Éxodo estaba escrito:
“El Señor dijo a Moisés: Declara que todo primogénito me está consagrado. Todo primogénito de los hijos de Israel, lo mismo hombre que animal, me pertenece siempre.”
Esta ofrenda de todo primer nacido recordaba la liberación milagrosa del pueblo de Israel de su cautividad en Egipto y la especial soberanía de Dios sobre él. Todos los primogénitos eran presentados, entregados, a Yahvé, y luego eran restituidos a sus padres. Los primogénitos del pueblo habían sido destinados primeramente a ejercer las funciones sacerdotales; pero más tarde, cuando el servicio del culto fue confiado únicamente a la tribu de Leví, esta exención se compensó con el pago de cinco siclos para el mantenimiento del culto. La ceremonia consistía, de hecho, en la entrega de estas monedas al Templo.
Nuestra Señora preparó su corazón para presentar a su Hijo a Dios Padre y ofrecerse Ella misma con Él. Al hacerlo, ponía una vez más su propia vida en las manos de Dios. Jesús fue presentado a su Padre en las manos de María. Jamás se hizo una oblación semejante en aquel Templo.
SIMEÓN Y ANA
Cuando estaban en el Templo se presentó ante ellos un anciano, Simeón, del que traza San Lucas el mejor elogio que se podía hacer de un hijo de Abrahán: era justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Era cumplidor de los preceptos divinos, servidor de Dios, un hombre de fe que ansiaba la llegada del Mesías, que en la literatura judía es llamado la consolación de Israel.
La frase designaba la época mesiánica y servía incluso como fórmula de juramento: Si esto no es verdad, que no vea la consolación de Israel Simeón era un hombre bueno, lleno de virtudes. El Espíritu Santo habitaba en él, dirigía su vida y le había inspirado la certeza de que no había de morir sin ver al Mesías. También le movió a ir al Templo el día en que Jesús, en brazos de su Madre, hizo en él su primera entrada. Dios mismo había preparado el encuentro.
El anciano vio a Jesús con sus padres. Él se detuvo y con gran piedad lo tomó en sus brazos. La Virgen no tuvo ningún inconveniente en dejarlo en sus manos. ¡Sabía que le daba un tesoro! Y dijo este hombre santo con verdadera alegría: Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra.
Cada término de este canto profético tiene su valor propio. «Ahora» ya puede morir en paz, sin pena, porque se han cumplido todos sus deseos, pues ha contemplado con sus ojos maravillados al que tantos reyes y profetas ardientemente desearon ver, sin llegar a conseguir esta dicha. Como el patriarca Jacob, cuando recobró a su hijo José, siente colmada su alegría. Ahora ya puedes dejarme partir.
Aquel encuentro fue lo verdaderamente importante en su vida; ha vivido para este instante. No le importa ver sólo a un niño pequeño, que llegaba al Templo llevado por unos padres jóvenes, dispuestos a cumplir lo preceptuado en la Ley, igual que otras familias. Él sabe que aquel Niño es el Salvador: mis ojos han visto a tu Salvador. Esto le basta. No debieron ser muchos los días que el anciano sobrevivió a este acontecimiento.
Este Niño, continuó Simeón, será luz que ilumine a los gentiles y gloria de Israel… Esta mención de los gentiles por delante de los judíos era realmente extraordinaria. Sólo un profeta, Isaías, había declarado dos veces que el Mesías sería luz de los gentiles, pero esta profecía estaba un tanto olvidada. Simeón contempla y anuncia la redención para todos los hombres. Es éste el primer texto de la infancia de Jesús que tiene un carácter universal.
Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían acerca de él. ¿Cómo no quedar sorprendidos al ver que aquel anciano, desconocido para ellos, describía de modo tan pleno el futuro de su Hijo?
Después, Simeón bendijo a María y a José. Los proclamó bienaventurados, los felicitó por tener una misión tan estrecha con aquel Niño que sería la gloria de Israel. Con Jesús todavía en sus brazos, se dirigió a María y, movido por el Espíritu Santo, le descubrió los sufrimientos que su Hijo padecerá y la espada de dolor que traspasará el alma de Ella misma:
Éste –le dice, señalando a Jesús– ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción –y tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.
El sufrimiento de la Virgen –la espada que traspasará su alma– tendrá como único motivo los dolores de su Hijo, su persecución y muerte, la incertidumbre del momento en que sucedería y la resistencia a la gracia de la Redención, que ocasionaría la ruina de muchos. El destino de María es paralelo al de Jesús. Ésta es la primera vez que en el evangelio se alude a los padecimientos del Mesías y de su Madre.
María y José no olvidarían nunca las palabras que oyeron aquella mañana en el Templo.
Junto a este dolor, la Virgen recordaría llena de gozo la profecía de la redención universal: Jesús estaba puesto ante la faz de todos los pueblos, sería la luz que ilumine a los gentiles y la gloria de Israel. Ninguna pena más grande que el ver la resistencia a la gracia; ninguna alegría comparable a ver la Redención ya comenzada.
Quizá estaban ya a punto de marcharse del Templo cuando llegó otra persona llena también de virtudes y de esperanza en el Mesías. Y, movida igualmente por el Espíritu Santo, se acercó a la Sagrada Familia. Era Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. El evangelista ha querido darnos su ascendencia, lo que prueba que no escribe según esquemas literarios prefabricados, sino según los datos que ha recibido de la tradición. Y en pocas palabras expone su estado y condición: viuda después de siete años con su único marido, anciana de 84 años, piadosa.
Y llegando en aquel mismo momento alababa a Dios, y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Hablaba de Él, del Niño. Todo el que de verdad se encuentra con Jesús se siente movido a hablar de Él.
José y María, con el Niño, volvieron a Belén. José lo llevaría entre sus brazos una buena parte del camino. Y comentarían con todo detalle estos admirables acontecimientos.
Vida de Jesus
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