“Hijos, obedezcan a sus padres, porque ustedes son de Cristo y eso es lo que les corresponde hacer. El primer mandamiento que va acompañado de una promesa es el siguiente: “Respeta y obedece a tu padre y a tu madre, para que todo te salga bien y tengas una larga vida en la tierra. Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos. Más bien edúquenlos y denles enseñanzas cristianas” (Efesios 6: 1-4)
De la madre de San Pablo nada sabemos, puesto que la única figura materna que el apóstol menciona en sus epístolas es a la madre de Rufo que “ha sido también como una madre para mí”.
A pesar de ello, todo parece indicar que además de colaborar con su marido y su hijo en la fabricación de tiendas, se empeñó en crear un hogar que dejó “la marca de la casa” en el alma de sus hijos. Un ambiente de familia propio de los judíos obligados a emigrar lejos de su tierra, que mientras permanecían fieles a sus tradiciones judías – “Yo fui circuncidado a los ocho días, soy de la raza de Israel, de la tribu de Benjamín, soy hebreo de los legítimos hebreos. Respecto a la Ley, era fariseo.” (Cfr Flp 3, 5-6)-, mantenían una mentalidad abierta y tolerante a nuevas culturas.
De todas formas, parafraseando a León Tolstoi me atrevo a aventurar que el apóstol reconocía a su madre por la sonrisa. Una “sonrisa de Dios”, reflejo del amor de madre que gastó su vida sembrando en su hijo un lenguaje de amor, dulzura, seguridad, libertad, coraje, ejemplo y alegría. Ya que ella, seguramente como todas las madres, era consciente que a pesarde que su maternidad es el mejor regalo para una mujer, su vocación entraña una gran responsabilidad: “trabajar por la familia y el matrimonio” es “trabajar por el hombre”, puesto que es lo mejor que tenemos.
Dicen los expertos en educación que conociendo a los hijos se sabe cómo son sus padres, o mejor aun, que los hijos son fotocopia de los padres, ya que absorben los valores de sus padres por osmosis, de forma natural, inconsciente y gradual. No se refieren únicamente al aspecto físico, sino más bien al carácter, a la forma de ser, de sentir, de pensar, en definitiva, a la manera de ver la vida.
Puesto que es a través de la familia donde los vínculos, el ambiente y el tipo de convivencia, facilitan que de un modo natural se asimilen virtudes y valores, el afán de saber, el trabajo bien hecho, la vida de piedad, así como la equilibrada formación de la personalidad y la forma más humana de entender la existencia.
Pues bien, como afirma monseñor Romano Penna, uno de los máximos expertos de la vida y de las obras de Pablo, es posible deducir su temperamento y su aspecto físico a partir de sus cartas. De su aspecto físico, “sabemos que, en su vida, afrontó innumerables dificultades: vigilias, ayunos, frío, tres naufragios, miles de kilómetros recorridos a pie, lapidado, cinco veces flagelado por los judíos, tres veces azotado por los romanos, encarcelado por largos periodos: y de todo esto se deduce que tenía un físico excepcional, una voluntad de hierro y una capacidad de adaptación extraordinaria“.
De su carácter, “el hecho de que, antes del acontecimiento de Damasco, ejerciera una encarnizada presión persecutoria hacia la comunidad cristiana, habla bien de su temperamento fogoso… un carácter fuerte, que podía expresarse con tonos muy rudos, duros, pero al mismo tiempo, a menudo, muy afectuosos, dulces, amables, casi femeninos. Él mismo se compara a un padre y también a una madre. Su psicología es compleja, con muchas facetas, muy rica”.
Esta reflexión nos hace suponer que tanto la madre como el padre de San Pablo eran conscientes que “trabajar” por la familia, con entrega abnegada e incondicional, suponía “trabajar” por el hombre. Es más, estoy convencida de que aprovecharían cualquier ocasión no solo para agradecer al Señor, Padre todopoderoso, el don de los hijos recibidos, sino para guiar con sabiduría, paciencia, fortaleza y serenidad todas sus preocupaciones, temores y fatigas que de ese amor incondicional se deriva.
Después de todo, la familia es el ámbito natural en la que cada uno de nosotros “habríamos elegido para nacer y madurar”, “donde se viven los amores humanos más verdaderos, buenos y bellos”, puesto que cada familia, nuestra familia, es “exclusiva, extraordinaria e inaccesible”.
Pero hay algo más. Cada familia, nuestra familia, es “exclusiva, extraordinaria e inaccesible” en la que “lo valemos todo desnudos de todo” simplemente por Amor.
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