Se trata de uno de los hechos más duros y difíciles de la vida de María y de José.
Inmediatamente después de la partida de los Magos, tal vez la misma noche, se apareció un ángel a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga“. Y le dio el motivo de esta huida precipitada: “Herodes va a buscar al niño para matarlo”.
A la gran alegría de la visita de aquellos hombres importantes siguió el abandono de la casa recién instalada y de la pequeña clientela que ya tendría José en Belén, el dirigirse a un país extraño y desconocido para él y, sobre todo, el temor a Herodes, que buscaba al Niño para matarlo.
José despertó a María, recogió lo indispensable y, de noche, se puso en camino hacia la frontera de Egipto. No había un instante que perder. Muchas cosas domésticas necesarias quedaron abandonadas. Y así, con lo indispensable y con el sobresalto de una amenaza de muerte real, iniciaron la marcha.
Existían fundamentalmente dos caminos que conducían desde Belén a Egipto
El más corto y también menos duro, pero más frecuentado, se dirigía hacia la costa hasta enlazar con la Via maris, paralela al mar, hasta Gaza; en esta ciudad se aprovisionaban las caravanas de víveres y agua, pues era la última ciudad antes de entrar en el desierto. Era un camino conocido y relativamente seguro por las numerosas caravanas que mantenían relaciones comerciales con el país vecino. Pero era también el más peligroso para la Sagrada Familia, pues los soldados de Herodes podían alcanzarles con más facilidad.
La Via maris era la ruta principal que atravesaba Palestina. Esta importante vía de comunicación no fue creación romana, pues existía desde muchos siglos antes. Se trataba del camino natural entre Egipto y Mesopotamia, donde estuvieron asentados los mayores imperios de la antigüedad. Este camino, por el que transitaron tantos mercaderes y ejércitos, iba cerca de la ribera del Mediterráneo a través de las llanuras costeras, para eludir montañas y desiertos. Los romanos, quizá en tiempos de Augusto, la empedraron y la acondicionaron, llegando a ser una auténtica calzada romana. Tenía ramales secundarios que partían de ella, uno de los cuales pasaba por Cafarnaún, Corazaín y Betsaida (cfr J. GONZÁLEZ ECHEGARAY, Arqueología…, pp. 109-110).
Por esta razón, es probable que José prefiriera marchar hacia Hebrón y Bersabé, hacia el Sur, por una ruta más larga y fatigosa, y también menos frecuentada. Es muy posible que el viaje se hiciera en un borrico, quizá el mismo que les sirvió para ir de Nazaret a Belén. Llevaría a la Virgen buena parte del camino, y también los enseres que habían juzgado indispensables: algo de ropa, una vasija para el agua, los instrumentos de trabajo de José, su bastón, algún cacharro de cocina…
Fue una travesía larga y penosa
Dios no quiso ahorrarles la zozobra de una huida precipitada, el continuo sobresalto y el temor a ser reconocidos, la sed, el cansancio, la incertidumbre acerca de dónde vivirían y de qué se alimentarían. La huida estuvo muy lejos del panorama que nos presentan los evangelios apócrifos:
Una de estas leyendas nos cuenta que María, acalorada y fatigada del camino, reposaba bajo una palmera cargada de frutos. «Yo quisiera –dijo–, si fuera posible, gustar de la fruta de este árbol». «A mí –respondió José– lo que me inquieta es la falta de agua, porque nuestros odres están vacíos». Dijo entonces el Niño a la palmera: «Inclínate y da de tus frutos a mi madre». La palmera se encorvó, quedando su copa a los pies de María; y cuando María y José hubieron arrancado los dátiles, Jesús ordenó de nuevo: «Enderézate ahora, y abre y descubre tus raíces, para que brote el agua que éstas ocultan». La palmera obedeció al instante y manó de sus raíces agua fresca y límpida. Cuando los peregrinos reanudaron la marcha, el sendero desaparecía tras ellos como por encantamiento. Llegaron por fin a una ciudad llamada Salín, donde no conocían a nadie: entraron en un templo, y los trescientos sesenta y cinco ídolos que en él había cayeron en tierra hechos pedazos. Así se cumplió la profecía de Isaías: «El Señor vendrá en una nube veloz y entrará a Egipto y todas las hechuras de los egipcios temblarán ante su faz».
Nada de esto ocurrió en la realidad. Dios utilizó las vías ordinarias para salvar a los que más quería sobre la tierra. Podía haber fulminado a Herodes y a sus perseguidores, pero una vez más empleó medios normales: la obediencia pronta de José, su reciedumbre, su prudencia…
Quizá a Leontópolis, al norte de El Cairo
Después de un viaje extenuante, agravado por la persecución y por la falta de experiencia en aquellos malos caminos (el viaje más largo de José habría sido de Nazaret a Belén), llegaron a tierra egipcia, quizá a Leontópolis, al norte de El Cairo. Por aquel tiempo residían en Egipto muchos israelitas, formando pequeñas comunidades; se dedicaban principalmente al comercio. Es de suponer que José se incorporó con su Familia a una de estas comunidades, dispuesto a rehacer una vez más su vida con lo poco que había podido traer desde Belén. Con todo, llevaba consigo lo más importante: a Jesús y a María, y su laboriosidad y empeño por sacarles adelante.
En su mayoría, aquellas colonias judías se encontraban cerca de los límites fronterizos [34].En Egipto, José comenzó como pudo, pasando estrecheces, realizando al principio todo tipo de trabajos. Procuró a María y a Jesús un hogar y los sostuvo, como siempre, con el trabajo de sus manos. Después de un tiempo, encontraría cierta estabilidad.
Quizá más tarde, de nuevo en Nazaret, recordarían aquella época como «los años de Egipto» y hablarían –como se comentan las cosas pasadas– de las preocupaciones y sufrimientos del viaje y de los primeros meses…, pero también de la paz y de la alegría de aquellos días.
Después de un tiempo, pasado el peligro, nada retenía ya a José en aquella tierra extraña, pero allí permaneció, sin otra razón que el cumplimiento del mandato del ángel: Estate allí hasta que yo te diga.
Vida de Jesús
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