Es Navidad. Todos disfrutamos en estas fechas poniendo el Belén, siempre viejo y siempre nuevo. Allí están los pastores guardando los rebaños en la noche, cuando se les presenta el ángel que anuncia la buena noticia: «Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor». A la vez, escuchan el canto de los cielos: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres».
Navidad es la fiesta de toda la familia: de los niños, de los padres, de los abuelos, de los tíos y los primos, de los amigos. La Navidad y los Reyes Magos, como en otros momentos del año también la Semana Santa o la Pascua, forman parte de nuestras raíces, de nuestras costumbres, del patrimonio cultural de nuestra tierra. Un tesoro que merece ser reconocido y conservado. El portal, las casas y las figuras del Belén invitan a mirar al pasado, pero también a reflexionar sobre el presente. La contemplación del Hijo de Dios hecho hombre abre caminos de convivencia, respeto y humanidad.
¿Cómo era el Belén de verdad, aquel donde nació Jesús? Pues una población pequeña, constituida por un puñado de casas salpicadas en la ladera de una colina, unos ocho kilómetros al sur de Jerusalén. Al pie de la loma comienza un extenso llano donde se cultiva trigo y cebada. Tal vez debido a su riqueza en la producción de cereales la ciudad recibió el nombre de Bet-Léjem, palabra hebrea que significa «Casa del pan». Según una vieja tradición, en esos campos había conocido Booz a Rut, la moabita, hacía muchos siglos. Su bisnieto, el rey David, nació en aquella aldea. Dice el evangelio de San Lucas que María y José se dirigieron a Belén, la ciudad de David, para empadronarse.
A comienzos del siglo I Belén era, pues, poco más de cuatro casas rodeadas por una muralla que estaría mal conservada, o incluso desmoronada en gran parte, ya que había sido edificada casi mil años antes. Sus habitantes vivían de la agricultura y la ganadería. Tenía buenos campos de cereales. Además, en las regiones limítrofes con el desierto, pastaban rebaños de ovejas.
En el horizonte todavía hoy se divisa la inconfundible silueta del Herodium, un palacio-fortaleza que Herodes había construido no lejos de allí.
La vida de la gente corriente no era fácil, cómoda ni segura en aquellos años. Herodes era un personaje siniestro y sin escrúpulos que se encontró con el poder sin contar con méritos para gobernar. No era judío sino idumeo, pero con sus intrigas en Roma logró los apoyos suficientes para conseguir que los romanos lo reconocieran como rey y hacer efectivo su mando a partir del año 37 a.C. Sin embargo, ha pasado a la historia como el rey cruel que no dudó en erigirse en señor de la vida y de la muerte de sus súbditos, fueran niños o ancianos.
El pueblo llano de Belén pudo experimentar hasta qué extremo puede cegar el afán de poder: con tal de eliminar a Cristo -¡un niño indefenso, recién nacido!- al que veía como posible competidor de su realeza, ordenó el exterminio de los más inocentes, los niños nacidos en ese pueblo durante los últimos años.
Pero, por encima de esa maldad, el nacimiento de Jesús fue y es una fiesta de paz para todos los hombres de buena voluntad. La venida al mundo del Hijo de Dios hecho hombre, manifiesta el amor que Dios tiene a todo ser humano. Quiso venir al mundo pobre, pero en el ambiente natural y más oportuno para el desarrollo integral de su persona, en el calor de una familia normal, un varón y una mujer a quienes llamar con gozo desde sus primeros balbuceos «abba» (papá) e «imma» (mamá).
Al cabo de dos milenios hay cosas que han cambiado poco. No faltan quienes como Herodes, al margen de sus opciones políticas con aciertos y con fallos, desprecian el valor inviolable de la vida humana especialmente en los momentos de mayor debilidad: cuando acaba de ser concebida o cuando declina; o están empeñados en apartar de la escena a quienes contemplan como competidores ideológicos. Sólo quien está cegado por el apasionamiento puede sentirse acosado por el aire libre y el agua clara de la verdad objetiva, por la inocencia de quien no tiene otra fuerza que el amor. Sin embargo, desde el más rancio fundamentalismo laicista hay poderosos que miran hoy con recelo a quien sólo busca con transparencia el bien para todo ser humano sin excepción y en todas las circunstancias.
Pero Jesús, ese niño débil e indefenso, es Dios. No nació para buscar conflictos con el poder romano ni con la tiranía de quienes se creían intérpretes infalibles de la Ley, pero no se achantó ante el error, la fuerza del mal ni la injusticia. Traía la verdad, el bien, la luz y la paz que el mundo necesita. Él vino a liberar a todos los hombres y mujeres de las tiranías que lleva consigo el pecado. Ofreció su vida también por sus perseguidores y por quienes lo odiaban, para que también ellos pudieran alcanzar la salvación. Para que pudieran tener una vida feliz y perdurable.
Por eso hoy la Navidad es fiesta de amor y libertad, de hablar con soltura y confianza de las cosas buenas que bullen en el corazón, sin acobardarse ante ambientes adversos. Un buen momento para reconocer qué buena y qué gozosa es la realidad del matrimonio y de la familia, qué hermosa la sonrisa de un niño, qué tierna la mirada afectuosa del abuelo enfermo que apenas balbucea. Una oportunidad para contemplar a la sociedad en que vivimos con realismo y alegría: aunque no falten dificultades es mucho lo que se puede hacer para construir, con el esfuerzo de todos, un mundo en el que valga la pena vivir.
La Navidad trae una invitación a todos los hombres de buena voluntad para que recapacitemos, para que, respetando las diferencias, opiniones y modos de ser de cada uno, busquemos decididamente lo importante: el auténtico bien de todo ser humano, por encima de egoísmos personales. Es fiesta de optimismo, de luz, de reconciliación, de alegría y de paz.
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