“El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo” Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et Spes, 18.
A la inquietud del hombre por su propia fragilidad y finitud la revelación responde con luces profundas. Afirma, en primer lugar, que el origen del enigma –la muerte tal como la conocemos, penosa y trágica- está íntimamente vinculado con la entrada del pecado en la historia humana: “por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo” -dice S. Pablo en alusión a la caída original- “y a través del pecado la muerte” .
Sin embargo, la revelación asevera también -y esto es más importante aun- que ni la muerte ni el pecado tienen la última palabra sobre el hombre. El ser humano no está condenado, pues, a vivir “sin esperanza ni Dios” ; puede estar seguro de que su anhelo de vida tiene respuesta en los proyectos amorosos de Dios.
La esperanza del Antiguo Testamento
Los primeros indicios que hallamos en el Antiguo Testamento, de una vida después de la muerte, consisten en dos términos: el sheol, “lugar” donde habitan los refaim, las sombras de los hombres difuntos . Este primer esbozo, tenue, del destino postmortal humano, adquiere con el tiempo mayor relieve y color: así, en algunos Salmos, el hombre justo expresa la confianza de que Dios le libere del sheol:
“No abandonarás mi alma en el sheol”
“Dios rescatará mi alma, me arrancará de las manos del sheol” .
La esperanza veterotestamentaria de un triunfo sobre la muerte cristaliza finalmente en dos líneas: la de la pervivencia del alma y la de la resurrección de la carne en el último día. Por un lado, el libro de Sabiduría afirma que el núcleo de la persona -el alma (psykhé)- es imperecedero, y capaz de recibir una recompensa al término de la vida mortal. Asegura que las almas de los justos difuntos “están en la paz”, “en las manos de Dios”, mientras advierte a los impíos que tras su muerte “irán temblando a dar cuenta de sus pecados, y sus iniquidades les acusarán cara a cara”.
Por otra parte, otros libros tardíos del Antiguo Testamento –Daniel y 2 Macabeos– anuncian firmemente la resurrección en el último día: los justos y los que padecen martirio por mantenerse fieles a Dios –dicen- pueden esperar una resurrección para la “vida”, mientras que los impíos sólo pueden aguardar una resurrección para el “oprobio” .
En realidad, las dos líneas bíblicas son complementarias: las alusiones al alma inmortal se pueden entender como referidas al estado en que queda el sujeto humano enseguida después de morir, y las menciones de la resurrección corporal como referidas al estado definitivo –reconstituido- del hombre al final de la historia.
La esperanza cristiana
El Nuevo Testamento derrama una luz más completa sobre el misterio de la muerte. Por un lado, confirma su conexión primigenia con el mysterium inqiuitatis; la muerte es, en palabras de San Pablo, el “salario del pecado” : consecuencia, señal y recordatorio de la pecaminosidad humana; una especie de anti-sacramento. Pero por otra parte, la revelación neotestamentaria anuncia la Buena Nueva de la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado.
El Hijo de Dios, encarnándose, padeciendo, muriendo y resucitando, ya ha vencido la muerte. Ha cambiado radicalmente su signo negativo; no sólo porque ha mostrado la muerte como la puerta que conduce una vida imperecedera, sino también porque, de modo maravilloso, ha hecho de la muerte una vía de comunión con su propia Persona. Para su discípulo, morir significa “estar con Cristo” , “volver junto al Señor” , morar con Él en la casa del Padre .
De este modo radical, la muerte –aun conservando su aspecto doloroso- pierde su aguijón y adquiere un rostro más amable: es “la hermana muerte” , camino de encuentro con Cristo, el Padre, y el Espíritu Santo. “¡No me hagas de la muerte una tragedia! porque no lo es. Sólo a los hijos desamorados no les entusiasma el encuentro con sus padres” S. Josemaría Escrivá, Camino, 355.
Esta concepción positiva -eminentemente cristológica- de la muerte, estuvo en la base de la firme actitud de los mártires en tiempos de persecución: estaban dispuestos a padecer y morir por su fe, convencidos de que su sufrimiento y muerte les iba a proporcionar una oportunidad para participar en la pasión, muerte, y resurrección del Señor.
Emociona hallar, debajo del deseo de martirio de esos cristianos, un ardiente amor a Jesús:
“Fuego y cruz, y manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, descoyuntamientos de miembros, tribulaciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición sólo de que yo alcance a Cristo” S. Ignacio de Antioquía, Ad Romanos, 5, 3.
Amaban la muerte, porque amaban a Cristo. El aprecio sobrenatural por la muerte informa el pensamiento cristiano de todos los tiempos, capacitándolo para mirar de frente al mysterium mortis sin terror, a diferencia de muchas filosofías paganas de la Antigüedad. Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica, la muerte puede ser contemplada desde la fe como “la última Pascua del cristiano” : punto de tránsito de la vida terrena a la vida eterna junto al Señor, con la gozosa perspectiva de resucitar con Él en el último día.
Meditación de la muerte
De maneras diversas, los cristianos a lo largo de la historia han reflexionado acerca de la pervivencia del núcleo espiritual de la persona humana. El alma, que sobrevive a la descomposición del cuerpo, puede -a pesar de su estado incompleto, que aguarda la resurrección de la carne – experimentar, después de la muerte, el gozo de la comunión con la Trinidad, los ángeles y los santos, o bien –en caso de imperfección- un proceso de purificación previa al gozo celestial, o bien –en el caso del pecador empedernido- la pena de separación eterna de Dios y las criaturas santas.
El Papa Benedicto XII (s. XIV) declara:
“Definimos… que las almas (de los que mueren en gracia)… inmediatamente después de la muerte -y de la purificación, para los que tienen necesidad de ella-, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final… estuvieron, están y estarán en el Cielo… con Cristo, en la compañía de los santos ángeles… Definimos, además, que las almas de los que mueren en estado de pecado mortal actual bajan inmediatamente después de la muerte al infierno, donde son atormentadas con penas infernales” .
Puede afirmarse, por tanto, que la retribución del individuo, por lo que se refiere a su contenido fundamental de unión o separación respecto a Dios, empieza justo tras la muerte. Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, “la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo” .
El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón , así como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros .
La doctrina del juicio particular aparece aquí como corolario de una verdad fundamental, de que los hombres, en el momento de su defunción, se sitúan ya en estados de salvación o no-salvación.
“Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” Catecismo de la Iglesia católica, n. 1022.
El hecho de que con la vida mortal termina el tiempo disponible para dar respuesta a Dios –Sí o No-, constituye para el creyente un reclamo a la responsabilidad. “A la tarde te examinarán en el amor” ; no nos esperan más vidas, ni una segunda oportunidad, como propugnan las teorías reencarnacionistas . Saber esto -vislumbrar en el horizonte la llegada irrevocable de la muerte- nos mueve a trabajar con santa urgencia: “Los que andan en negocios humanos dicen que el tiempo es oro. —Me parece poco: para los que andamos en negocios de almas el tiempo es ¡gloria!” S. Josemaría Escrivá, Camino, 355
by J. José Alviar www.primeroscristianos.com
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