Santa Eustoquio, viuda, hija de santa Paula y discípula de San Jerónimo. Acompañó a su madre a la soledad de Belén y a su muerte fue electa superiora del monasterio de vírgenes que allí había fundado la piedad de su madre. San Jerónimo la dedicó el Tratado de la virginidad, su libro de Cartas a Eustoquio y el Comentario sobre Ezequiel. Belén, 419.
Poderosa por sus riquezas, pero mucho más insigne por la pobreza de Cristo, De la estirpe de los Gracos, del linaje de los Escipiones…. prefirió Belén a Roma y trocó el resplandor de los dorados artesonados por la vileza de una choza de barro”.
Así resume San Jerónimo, en su elocuente panegírico sobre santa paula , madre de santa Eustoquio, la vida “de esta mujer admirable” que vino a ser la primera de sus hijas espirituales, “mínima entre todas para superarlas a todas”.
La conoció en Roma, más que mediado el siglo IV, con motivo del concilio convocado en 382 por el papa español San Dámaso, al que asistieron algunos obispos orientales, como San Paulino de Antioquía y San Epifanio. Venía con ellos Jerónimo, en calidad de intérprete y secretario, con unos cuarenta y dos años de edad, macerado ya su temperamento volcánico en las asperezas del desierto, disciplinada su retórica en el estudio de las Escrituras. Su fama, empero, corría por la Ciudad de los Césares y había un palacio en el Aventino, del que era dueña la noble viuda Santa Marcela, donde un grupo de vírgenes y matronas del patriciado sabía, hasta de memoria, las cartas que escribiera desde el yermo el literato convertido en asceta.
Al enterarse Marcela de que el Papa, gran protector de su cenáculo, retenía en Roma a Jerónimo, decidió lograr semejante maestro para las que esbozaban una vida monástica, a imitación del Oriente, y ansiaban un guía para entrar en el huerto cerrado de los sagrados libros. Jerónimo, que ni miraba el rostro de mujer alguna, fue vencido en su hosquedad por la importunidad de la solicitante y sin buscarlo siquiera, dio con la magnífica ocasión de plantar el estandarte de la cruz en el corazón mismo de esa Roma patricia y cesárea, cristiana desde Constantino, pero sin renunciar del todo al paganismo, porque eran los dioses sus antepasados y porque la invadían ahora los cultos y los refinamientos orientales que venían de la corte de Bizancio.
Su portaestandarte fue Paula. Llevaba, con treinta y cinco años, los velos de la viudez. De su esposo Toxocio, que heredó “la altísima sangre de Eneas y de los Judíos” le habían quedado cinco hijos: un niño, del mismo nombre y de la misma religión pagana que su padre, y cuatro jovencitas: Blesila, viuda de diecisiete años, aún pendiente del mundo y del tocador; Eustoquio la perla de todo el collar, virgen consagrada por el papa Liberio en sus dieciséis primaveras; Paulina y Rufina,
Jerónimo revolucionó aquel hogar, haciendo de Paula un espejo devirtudes evangélicas y una heroína de la ciudad. Eustoquio era ya en Roma, “joya preciosa de la virginidad y de la Iglesia”; Blesila, que se defendía de la influencia de tal maestro, cedió por fin al dardo certero de una cruel enfermedad que la convirtió de lleno a la vida ascética; Paulina, de vocación más corriente, dio su mano al senador Pamaquio, gran amigo de San Jerónimo, de quien reza también el martirologio romano. A través de esta familia privilegiada el Santo revolucionaba también a la alta sociedad romana, que se veía invadida por la virtud de la palabra evangélica. Era una constelación jerónima la que giraba en torno suyo: Marcela, la doctora en Sagradas Escrituras; Lea, que de su palacio hizo un convento; Asela, la virgen penitente que en la ciudad populosa vivía como en un desierto; Fabiola, la arrepentida de su divorcio, precursora de las fundaciones de caridad; Principia, Marcelina, la hermana de San Ambrosio… Sin embargo, “así como el brillo del sol eclipsa y oscurece las lucecitas de las estrellas”, así – asegura Jerónimo, hablando de Paula –“superó con su humildad las virtudes de todos”. “Su cántico eran los salmos, su palabra el Evangelio, sus delicias la continencia1 su vida el ayuno” (Epist. 38).
La temprana muerte de Blesila, atribuida a sus penitencias, fue la tea que, en manos del maligno, hizo arder de indignación a todo el patriciado. La misma Paula, madre al fin, no fue dueña de su corazón ni de sus demostraciones excesivas. Había que acabar con la raza detestable de los monjes! Para colmo de desamparo, Dámaso había muerto, ¡había que desterrar de Roma a Jerónimo! Se urdió contra él una calumnia, se le rodeó de una persecución que le hizo exclamar: “¡Oh malicia de Satanás, que siempre persigues a los santos! ¿No hubo otras romanas que merecieran las habladurías de la ciudad fuera de Paula y Melania que despreciadas sus riquezas, levantaron la cruz del Señor como un estandarte de piedad? ¡Por la buena y por la mala fama hay que llegar al reino de los cielos! “Con todo, el que ayer era el consejero de Dámaso, el que a juicio de todos” era estimado “digno del sumo pontificado” tuvo que huir y embarcarse para el Oriente, no sin llorar antes su despedida en tumultuosa carta a Asela: “Saluda a Paula y a Eustoquio le decía ; quiera o no quiera el mundo, mías en Cristo”.
En Roma dejaba Jerónimo la primera semilla de vida monástica que prendió en el Occidente. Paula no tardó en reaccionar. Pensó que había llegado la hora de visitar los Santos Lugares, de beber, en su propia tierra esa sabiduría bíblica que había hincado en su alma su sabio director. Superando el llanto de los hijos Toxocio y Rufina, que desgarraba sus entrañas embarcó un día en el puerto de Ostia, con su inseparable Eustoquio, “compañera de propósito y de navegación”.
San Jerónimo, que la esperaba en Antioquía, ha narrado detenidamente aquella maravillosa peregrinación que llevó a Paula, con su cortejo de doncellas, a recorrer toda la Tierra Santa, bajo la dirección del Doctor máximo en la exposición de las Sagradas Escrituras. Visitó con él los monasterios egipcios, poblados por los Macarios, los Arsenios, los Serapiones y “otras columnas de la soledad” y hubiera permanecido en sus yermos a no haber sentido el llamamiento divino que la hirió en Belén.
“Yo miserable pecadora – exclamaba Paula, después de un éxtasis memorable en la gruta de Belén -, he sido juzgada digna de besar el pesebre en el que el Dios Niño dio sus primeros vagidos y de orar en la cueva donde la Virgen Madre dio a luz el Divino Infante. He aquí el lugar de mi descanso, porque es la patria de mi Señor. Prepararé una lámpara para mi Cristo. Mi alma vivirá para mi y mi linaje le servirá”.
Durante veinte años la patricia Paula, convertida en humilde conciudadana del Salvador, se abatió tanto por la humildad que parecía la última de sus criadas. Su ensayo monástico de Roma llegó en Belén a la perfección. Más de cien vírgenes formaban su corona. Ninguna la sobrepasaba en la penitencia y en la oración. Dormía sobre el duro suelo, ayunaba sin cesar, pasaba noches enteras velando en la plegaria. El don de lágrimas cegaba casi sus ojos, la caridad dispersaba su inmenso patrimonio. Quería que, al morir, tuvieran que pedir de limosna la sábana en que la enterraran. Todo le parecía poco sin embargo, para proveer a Jerónimo rodeado de discípulos, de los textos griegos, hebreos, siriacos, que necesitaba para su ímproba tarea de traducir al latín la Sagrada Biblia en estudio directo sobre los textos originales.
Fue una enamorada del Verbo Encarnado y de todas sus divinas palabras. de las que le decía Jerónimo que eran como una segunda Eucaristía. Se sabia las Escrituras de memoria, se revestía de ellas “como de la armadura de Dios” en todos sus duelos y tribulaciones, que fueron grandes. A su luz fundó y dirigió el triple monasterio, organizado como las centurias romanas e inspirado en la regla de San Pacomio donde se vivía una vida sencilla y celestial, alabando al Señor de noche y de día como los ángeles, sirviéndole en el trabajo, intelectual y manual, en la caridad y en la mortificación.
San Jerónimo. que encontró en Paula una discípula incansable, una hija y una madre, ha referido también su muerte, que fue un epitalamio. Sufría él y lloraba Eustoquio, “la perla de las vírgenes” con todas sus compañeras. Ella veía “quietas y tranquilas” todas las cosas y moría exclamando: “¡Señor he amado la belleza de tu casa y el lugar donde habita tu gloria! ¡Qué deliciosos son tus tabernáculos! Elegí ser despreciada en la casa de mi Dios, mejor que habitar en las tiendas de los pecadores”.
CRISTINA DE ARTEAGA, O.S.H.
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