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Los primeros Concilios en la historia de la Iglesia – De los siglos I al VI

LOS CONCILIOS EN LA ANTIGÜEDAD

1. Comienzos y tipologías de la actividad conciliar.

2. Concilio de Nicea (año 325)

3. Concilio de Constantinopla I    (año 381)

4. Concilio de Éfeso   (año 431)

5. Concilio de Calcedonia     (año 451)

6. Concilio de Constantinopla II    (año 553)

Históricamente las reuniones conciliares aparecen en la vida de la Iglesia como una proyección inmediata de la communio intraeclesial. Desde mediados del siglo I comienzan a desarrollarse diversos instrumentos de comunión entre las distintas Iglesias: correspondencia epistolar, visitas episcopales y reuniones de obispos y presbíteros.

De estas últimas tenemos ya un antecedente de cierta relevancia en la que tiene lugar el año 49 por el grupo «de los Doce» y los presbíteros de Jerusalén sobre la comida de las carnes inmoladas a los ídolos y la observancia de algunos preceptos de la Torah (Hch 15,22ss.). 

1. Comienzos y tipologías de la actividad conciliar

Las reuniones de tipo conciliar estarán motivadas por cuestiones de fe o de disciplina que afectan a comunidades cristianas de un determinado territorio. Se ha podido constatar que los primeros concilios se convocan como reacción frente al montanismo.

Así nos lo atestigua Eusebio de Cesárea, que nos habla de una reunión de 26 obispos, entre los años 160 y 180,  en torno a su colega de Hierápolis (Historia EccIesiastica, V, 16, 10). También a finales del siglo II la controversia sobre la fecha de la Pascua genera la celebración de algunos sínodos en Roma, el Ponto, las Galias y Egipto (ibid., V, 23, 2).

Durante el siglo III esta actividad conciliar tendrá un incremento considerable debido especialmente a los efectos de las grandes persecuciones de Decio (249-250) y Diocleciano (303-305).  San Cipriano celebrará cuatro concilios en Cartago, una vez finalizada la persecución, para decidir sobre la situación eclesial de los lapsi. Algunos autores sostienen que el Concilio de Elvira (Ilíberis/Iliberri) debió de reunirse poco después de acabar la persecución de Diocleciano, aunque no se sabe con certeza la data, las hipótesis suelen oscilar entre el año 295 y el 326.

También se han presentado dudas sobre su naturaleza, puesto que el elevado número de sus cánones (81) ha hecho pensar a algunos estudiosos que se trata más bien de una colección canónica. Pero, aún dejando de lado las disquisiciones eruditas, todos admiten la gran influencia que tuvo este Concilio al figurar sus decretos en la Hispana y en otras colecciones canónicas posteriores. Especialmente relevante será su canon 33 que prohibirá el uso del matrimonio a los obispos, presbíteros y diáconos.

A partir de la conversión de Constantino a comienzos del siglo IV se consolida el papel de la Iglesia dentro del Imperio romano, y por lo que se refiere a la historia de los concilios aparece por primera vez la institución que se ha venido en llamar «concilio ecuménico». El nombre de ecuménico deriva de oikumene, nombre geográfico que abarcaba todo el territorio del Imperio romano.

Estas asambleas episcopales tenían también la particularidad de ser convocadas por los emperadores romano-cristianos. Posteriormente, y ya en ámbito eclesiástico, la palabra «ecuménico» designaba la unidad de la Iglesia, tanto de Oriente como de Occidente durante el primer milenio. De ahí que los concilios que reciben esta denominación se consideren virtualmente «universales».

Durante la Alta Edad Media se lleva a cabo la conversión de los pueblos germánicos y con este motivo comienzan a realizarse concilios de carácter nacional dentro de algunos reinos germánicos, como los celebrados en la Hispania visigótica y en la Galia de los francos. En el reino visigótico serán famosos los concilios de Toledo. Tenían estos sínodos la peculiaridad de ser asambleas conjuntas de obispos y de nobles, que legislaban sobre asuntos eclesiásticos y civiles.

De ellos el III de Toledo (589) destacará por ser el que establece oficialmente la conversión de los visigodos al catolicismo, y porque declara en sus actas la procesión del Espíritu Santo citando expresamente el Filioque. En la Galia carolingia merece una mención especial el Concilio de Francfort (794), que condenará el adopcionismo de Elipando de Toledo y Félix de Urgel y dará una serie de disposiciones sobre el culto de las imágenes.

En síntesis, podemos hablar de la configuración histórica de tres tipos de concilios, según la mayor o menor extensión de las sedes episcopales en ellos representadas:

a) Provinciales o regionales,

b) nacionales,

c) ecuménicos o universales. 

Nos ocuparemos del último grupo, desde el concilio de Nicea (325) hasta el de Constantinopla II (553) inclusive.

2. Concilio de Nicea I (325)

A) Precedentes

El emperador Constantino, después de su victoria sobre Licinio, se encontró las Iglesias de Oriente sumidas en ásperas controversias, tanto de carácter doctrinal (arrianismo), como disciplinar (la disputa sobre la fecha de la Pascua). Sin duda, la promovida por el sacerdote Arrio era la más importante. Este sacerdote alejandrino inspirándose en la doctrina de Luciano de Samosata comenzó a predicar que el Logos, la segunda Persona de la Trinidad, no era eterno, sosteniendo que hubo un tiempo en que no existía. Fue condenado varias veces por su obispo Alejandro y por algunos sínodos provinciales, como el de Antioquía del 324-325. A pesar de estas condenas, Arrio continuó aferrado a sus tesis.

El emperador trató de solucionar este asunto, pero sin evaluar el calado real de la disputa doctrinal sobre el arrianismo, pensó que era un asunto de poca relevancia e intentó resolverlo por la vía de una exhortación amistosa. Envió sendas cartas al obispo Alejandro de Alejandría y a Arrio. Osio fue el encargado de llevar la carta al obispo de Alejandría. El intento de resolver el conflicto resultó fallido. Constantino no se desanimó y tomó la decisión personal de convocar un concilio ecuménico, cuyo orden del día fuera la controversia arriana y la fiesta de la Pascua (Ortíz de Urbina, p. 27). Posiblemente en la decisión constantiniana habría influido también el obispo de Alejandría que era partidario de realizar un sínodo ecuménico, que zanjara la cuestión (Filostorgio, Historia Ecclesiastica, I, 79). Aunque para nuestra mentalidad actual puede resultar chocante la convocatoria de un concilio por un emperador, no lo era para Constantino y sus contemporáneos. Desde Augusto los emperadores romanos habían acumulado en su persona la magistratura de pontifex maximus, de ahí que Constantino, aún siendo un simple catecúmeno, se considerara pontifex, «obispo puesto por Dios para los asuntos de fuera» (Teodoreto, Historia Ecclesiastica, I, 3) y entendiera que su actuación caía dentro de las competencias asumidas por un emperador.

B) Desarrollo del concilio

Aunque no se han conservado las actas de este concilio, sin embargo, han llegado hasta nosotros algunos documentos sinodales: el símbolo, listas de obispos, cánones y una carta sinodal. Las sesiones conciliares se celebraron en Nicea de Bitinia, en el palacio de verano del emperador.

En cuanto al número de participantes suele aducirse el de 318. Este número se hizo proverbial y dicha cifra la repitieron los papas Liberio y Dámaso. Otros autores, como Eusebio de Cesarea hablan de 250. S. Atanasio calcula que fueron más de 300. Tan considerable número de asistentes se vio favorecido al poner Constantino a disposición de los padres conciliares el cursus publicus. La mayor parte de los asistentes procedían del Oriente cristiano: Asia Menor, Palestina, Egipto, Siria, Mesopotamia, provincias danubianas, Panonia, África y Galia. De Occidente sólo estuvieron presentes cinco representantes, entre los que destacaban dos legados del obispo de Roma y Osio de Córdoba.

Comenzaron las sesiones el 20 de mayo y terminaron el 25 de junio del 325. Constantino inauguró la asamblea, con un discurso en latín exhortando a la concordia, luego dejaría la palabra a la presidencia del Concilio que, casi con seguridad, fue desempeñada por Osio de Córdoba, cuya firma aparece en las listas en primer lugar, y tras él las de los representantes del obispo de Roma (Schatz, 32). El obispo cordobés encarnó la ortodoxia a lo largo de la controversia arriana; a él hay que atribuir el que la política de Constantino, aún con todo su intervencionismo y su ignorancia en temas teológicos, fuera en general acertada y favorable al bien de la Iglesia (Ortíz de Urbina, 24). Las primeras actuaciones corrieron a cargo de Arrio y sus secuaces, que expusieron su doctrina de la inferioridad del Logos divino. Tras largas deliberaciones terminó imponiéndose la tesis ortodoxa sobre la consubstancialidad del Verbo con el Padre. Defendieron esta doctrina Marcelo de Ancira (Ankara), Eustacio de Antioquía y el diácono Atanasio de Alejandría. Sobre la base del credo bautismal de la Iglesia de Cesarea se redactó un símbolo de la fe, que recogía la afirmación inequívoca de considerar al Logos como «engendrado, no hecho, consubstancial (homoousios) al Padre». Este símbolo fue suscrito por los Padres conciliares, a excepción de Arrio y de dos obispos, Teonás y Segundo, que quedaron excluidos de la comunión de la Iglesia y desterrados.

C) Legislación canónica

El concilio se ocupó también de otras cuestiones de índole disciplinar. Sobre la fijación de la fecha de la Pascua estableció que debía celebrarse el domingo siguiente al primer plenilunio de primavera (domingo siguiente al 14 de Nisán, según el calendario hebreo). Con esta disposición se conseguía unificar la praxis celebrativa de Oriente y Occidente. Unos años antes, en el c. 1 del concilio de Arlés (314) ya se había indicado que todos los cristianos debían celebrar la Pascua el mismo día.

El concilio promulgó también unos decretos breves, en total veinte cánones, que tratan de diversos aspectos de la vida intraeclesial. Esta legislación canónica casi siempre se propone fijar definitivamente normas jurídicas que ya estaban en uso. Los cánones, tal y como se nos han trasmitido, no están dispuestos en orden, sino colocados al azar.

Algunos cánones estaban destinados a proteger el estado clerical con unos criterios de selección que evitasen el acceso de los eunucos (c. 1) y de los neófitos al presbiterado y al episcopado (c. 2). También señala que deberán ser depuestos los lapsi, que hubieren sido promovidos a las órdenes sagradas (c. 10). En esta misma línea de protección del clero, el c. 3 reitera la prohibición a los miembros del clero de vivir con mulieres subintroductae. salvo que sean la madre o hermanas (cf. concilio de Elvira [306], c. 27; Ancira [314], c. 19). Una importancia significativa tiene el c. 4 relativo a las elecciones episcopales. La elección de un obispo compete a los demás obispos, o en caso de urgencia, al menos a tres obispos de la provincia, que procederán a la “imposición de las manos”. Se indica igualmente que el nuevo obispo sea confimado por el metropolitano de la provincia. Este requisito es relevante, porque si no se da esa confirmación el nuevo obispo deberá renunciar (c. 6).

El c. 6 tiene, además, un marcado interés para la historia de los patriarcados. Según este canon, el obispo de Alejandría tiene “la autoridad” (ten exusían) sobre Egipto, Libia y Pentápolis, de acuerdo con una antigua costumbre, ya que es el mismo caso de Roma (Hefele-Leclercq, I/2, 552-569). Más indefinida es la referencia que se hace a la sede de Antioquía y a sus provincias. El c. 7 establece que el obispo de Aelia o Jerusalén tenga la acostumbrada precedencia de honor, salva la dignidad del obispo metropolitano (Cesarea). 

El concilio de Nicea legisla también sobre la ejemplaridad de los préstamos otorgados por los clérigos, prescribiedo que no perciban usuras por esos contratos, so pena de perder su condición clerical (c. 17) (cf. Elvira, cc. 19 y 20; Arlés [314], c. 12). 

Los Padres de Nicea también se ocuparon de la readmisión de cismáticos y herejes (cc. 8 y 19) y de la penitencia pública (cc. 11, 12, 13 y 14). Llama la atención la benevolencia de los legisladores de Nicea con los pecadores, frente al rigorismo de sínodos anteriores de Elvira y Arlés. El c. 11 se ocupa de los lapsi de la última persecución de Licinio, y les impone tres años de penitencia.

Los cc. 18 y 20 son de índole litúrgica. El c. 18 determina que los diáconos reciban la comunión de manos de un obispo o de un sacerdote (cf. Arlés [314], c. 18). Por su parte, el c. 20 recuerda que la postura del orante es de pie, no de rodillas.

Por último, el concilio niceno trató también de un cisma que había dividido la Iglesia de Egipto en los comienzos del siglo IV, por obra de Melecio, obispo de Licópolis, que se había arrogado el derecho de consagrar obispos y presbíteros sin conocimiento del obispo de Alejandría, en contra de la disciplina vigente. Los Padres conciliares trataron con benignidad a los consagrados de forma irregular, autorizándoles a continuar en su actividad eclesiástica, pero ocupando un lugar a continuación de los miembros de la jerarquía regular (Epistula nicaeni concilii ad Aegyptios).

3. Concilio de Constantinopla I (381)

  1. Precedentes

Después del Concilio de Nicea, a pesar de su condena del arrianismo, éste consiguió sobrevivir durante unos años gracias a los emperadores que sucedieron a Constantino. Es más, gracias a Constancio II la influencia arriana se extendió por Occidente, a través de algunos sínodos promovidos por dicho emperador, lo que favoreció una cierta confusión doctrinal y la consiguiente aparición de fórmulas y sectas, que trataban de modificar o atenuar la doctrina de Nicea.

Uno de estos movimientos sectarios fue el llamado de los «pneumatómacos», que negaban la consustancialidad del Espíritu Santo con el Padre y, por tanto, su divinidad. Partían del presupuesto arriano de considerar que el Hijo era una criatura y, en consecuencia, el Espíritu Santo era una criatura del Hijo. Los seguidores de esta herejía recibieron también el nombre de «macedonianos» derivado de Macedonio, obispo de Constantinopla (342-360), que fue su principal mantenedor.

Finalmente, con la muerte de Constancio (361) y de Valente (378) los arrianos perdieron sus más fuertes apoyos y se quedaron reducidos a una débil minoría. A la muerte de Valente el imperio oriental pasó a manos de Graciano (375-383), quien extendió al nuevo territorio las medidas favorecedoras de la ortodoxia, que antes había aplicado en Occidente. Graciano confió posteriormente a Teodosio (379-395) el Imperio de Oriente. El nuevo emperador se mostró un celoso defensor de la fe de Nicea, porque entendía que era la fe predicada por S. Pedro a los romanos, profesada por el Pontífice Dámaso y por el obispo Pedro de Alejandría, como él mismo pone de manifiesto en su famosa constitución Cunctos populos del 380 (Codex Theodosianus, XVI, 1, 2). Por eso, no es de extrañar que deseara terminar con los restos de arrianismo en Oriente. Para lograr ese objetivo convocará un sínodo en el 380, que se reunirá en Constantinopla al año siguiente. En Occidente, entre tanto, se habían celebrado algunos sínodos con idéntico propósito. Bástenos recordar el sínodo de Aquileya (381) que congregó a unos treinta y cinco obispos occidentales, entre ellos, a S. Ambrosio, que condenaron los últimos focos de arrianismo latino.

  1. Desarrollo del concilio

El concilio de Constantinopla se inauguró en el mes de mayo del 381 y duró hasta junio de ese mismo año. Las sesiones se celebraron  en los locales del palacio imperial, según nos insinúan las fuentes de la época. Estuvieron presentes un total de 150 obispos, todos ellos orientales. Entre los padres conciliares mencionaremos algunos de extraordinaria notoriedad, como Gregorio de Nacianzo, Gregorio de Nisa, Cirilo de Jerusalén, Diodoro de Tarso y Pedro de Sebaste. El Papa Dámaso (366-384) no asistió, ni envió representantes. Sin embargo, se considera ecuménico este concilio al reconocerlo como tal el concilio de Calcedonia (451). Ocupó la presidencia Melecio de Antioquía, y a su muerte le sustituiría S. Gregorio de Nacianzo, recién elegido obispo de Constantinopla, aunque por poco tiempo, porque debido a una serie de intrigas tuvo que dejar la sede constantinopolitana y se retiró a Nacianzo. Como sucesor de Gregorio fue elegido un anciano senador llamado Nectario (Sozomeno, Historia Ecclesiastica, VII, 8). Dado que el elegido era un simple catecúmeno, después de recibir el bautismo se le consagró seguidamente como obispo de Constantinopla.

No han llegado hasta nosotros las actas conciliares. Sin embargo, conocemos su profesión de fe, algunas listas de obispos asistentes, así como los cánones que se han conservado en algunas antiguas colecciones canónicas.

Desde el punto de vista doctrinal, este Concilio supuso el golpe de gracia contra el arrianismo, que –a pesar de la condena de Nicea– había tenido una amplia difusión al amparo de los emperadores Constancio (337-361) y Valente (364-378). Pero además se enfrentó a una nueva herejía: el macedonianismo, que negaba la consubstancialidad del Espíritu Santo. El documento más importante de este Concilio es, sin duda, el llamado «símbolo niceno-constantinopolitano». Este símbolo parece que tiene su origen en el que se utilizaba en la Iglesia de Jerusalén para la administración del bautismo, con algunas adiciones relativas al Espíritu Santo: «Señor y vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es igualmente adorado y glorificado, que habló por los profetas». Este símbolo fue proclamado durante el concilio. 

En el debate doctrinal debió promulgar el concilio un Tomo en el que aparecerían anatematismos contra las herejías recientes, sobre todo contra los arrianos y macedonianos. Esta noticia nos ha llegado a través de una carta del sínodo de Constantinopla celebrado en el 382 (Teodoreto, Historia Ecclesiastica, V, 9). 

  1. Legislación canónica

A falta de las auténticas actas del concilio, los investigadores se inclinan por las colecciones canónicas latinas, por ser las más antiguas. En ellas se reproducen cuatro cánones disciplinares. El c. 1 reafirma la fe de Nicea y condena toda herejía, especialmente la de los eunomianos, anomeos, arrianos, eudoxianos, semiarrianos, pneumatómacos, sabelianos, marcelianos, fotinianos y apolinaristas. La fórmula indirecta “que hay que anatematizar” y el hecho de no decir en qué consisten esos errores hacen pensar que se tratase de un resumen de los anatemas contenidos en el Tomo del que nos habla la sinodal del sínodo del 382 (Ortíz de Urbina, 207).

El c. 2 establece que los obispos de una «diócesis» no deben entrometerse en los asuntos de otras circunscripciones eclesiásticas. Conviene precisar que la palabra «diócesis» no tiene el sentido que actualmente le damos, sino que significa la agrupación civil de varias provincias. El canon enumera las diócesis civiles existentes en Oriente: Tracia, Asia, Ponto, Oriente, Egipto.

Entre los canones disciplinares destaca el c. 3 en el que se afirma que «el obispo de Constantinopla, por ser ésta la nueva Roma, tendrá el primado de honor, después del obispo de Roma». Como se puede observar la razón que se alega es política, no eclesiástica. La Iglesia occidental rechazó siempre este canon, que originaría luego una serie de enfrentamientos y disensiones. 

El c. 4 declaraba nula la ordenación de Máximo, el intrigante colaborador de S. Gregorio de Nacianzo.

A estos cuatro cánones se suelen añadir otros tres que figuran en algunas colecciones canónicas griegas. Dos de ellos proceden del sínodo de Constantinopla del 382, y el tercero es una carta de la Iglesia de Constantinopla a la de Antioquía.

4. Concilio de Éfeso (431)

  1. Precedentes

Una vez solucionada la cuestión trinitaria a finales del siglo IV, los años siguientes estarán marcados por las discusiones cristológicas. En Oriente, Apolinar de Laodicea (+ 390) había negado que Cristo tuviese un alma racional, y sostenía que el Logos divino había tomado en Cristo el lugar del espíritu humano. Como reacción varios sínodos reafirmaron la humanidad plena de Cristo y condenaron la doctrina de Apolinar. Surgieron en Oriente dos escuelas opuestas. Una situada en Alejandría subrayaba la unidad entre el Logos divino y la humanidad de Cristo, la llamada cristología Logos-Sarx. Otra, la de Antioquía afirmaba la distinción y la complementariedad de las dos naturalezas en Cristo.

En el 428 el emperador Teodosio II hizo subir a la sede patriarcal de Constantinopla a Nestorio, monje antioqueno, que dominaba la oratoria (Sócrates, Historia Ecclesiastica, VIII, 29, 32). Predicaba la dualidad de naturalezas en Cristo, añadiendo que entre ambas sólo había una unidad moral. En consecuencia, rechazaba el título de Theotókos dado a la Virgen María, aunque le reconocía el de Christotókos. Según Nestorio Cristo no era el Hijo de Dios, sino más bien el hombre al que se había unido el Hijo de Dios. Es decir, aborda el problema de Cristo no del lado de la unidad, sino del lado de la dualidad, distinguiendo fuertemente las naturalezas, casi entendiéndolas como dos sujetos autónomos, como dos personas (Camelot, 31-32).

Cirilo, obispo de Alejandría tuvo conocimiento de la doctrina nestoriana, probablemente por sus apocrisarios en la ciudad imperial. Enseguida escribió unas cartas a los monjes de Constantinopla y al mismo Nestorio pidiéndole explicaciones y exponiendo con claridad la doctrina común de la Iglesia. 

Cirilo escribe en el 430 una carta al papa Celestino (422-432) dándole cuenta del problema planteado por Nestorio en forma de un Commonitorium (Ep., 11), adjuntándole una traducción latina y una selección de textos patrísticos. Después de la recepción de estos escritos el papa convoca un sinodo en el 430. En él se condena la doctrina nestoriana y se invita a Nestorio a retractarse bajo pena de excomunión. Celestino da cuenta de esta decisión a Cirilo, a Nestorio, al clero y al pueblo de Constantinopla y a varios obispos de Oriente. Celestino encomienda a Cirilo la tarea de ejecutar esta sentencia en su nombre y con la autoridad de la Sede romana. En noviembre del 430 Cirilo reúne un sínodo de obispos de la región en Alejandría y redacta un largo documento doctrinal, que en unión con doce anatematismos fue enviado a Nestorio. Aquí parece que Cirilo sobrepasa las instrucciones del papa, que no había hablado más que de una retractación, y comete la imprudencia de imponer a Nestorio las fórmulas de la teología alejandrina, que chocaban violentamente con las fórmulas mantenidas por la teología antioquena (Camelot, 45). Esta actitud de Cirilo hace que Nestorio endurezca su posición y acuse a Cirilo de apolinarismo.

B) Convocatoria y desarrollo del concilio

Ante la persistencia de Nestorio en sus puntos de vista, el emperador Teodosio II (408-450) convocó un concilio ecuménico en Éfeso para el 7 de junio del 431. El concilio se comenzó el 22 de junio, con cierta premura, por iniciativa de Cirilo de Alejandría, que actuó con precipitación, porque todavía no habían llegado los obispos antioquenos, ni los representantes del Papa. Nestorio se negó a comparecer ante la asamblea conciliar. En la sesión de apertura se leyó un documento doctrinal de Cirilo sobre la unión hipostática de las dos naturalezas en Cristo. También se leyeron otros documentos que fueron aprobados, y se dio una sentencia condenatoria contra Nestorio privándole de la dignidad episcopal. En la segunda sesión se incorporaron los legados romanos y aprobaron las actas de la sesión anterior. Mientras tanto, llegaron los antioquenos, con Juan de Antioquía a la cabeza, que se negaron a aceptar la condena de Nestorio y reunieron un anticoncilio, que declaró fuera de la comunión a Cirilo de Alejandría y a Memnón de Éfeso. Intervino el emperador y trató de resolver la embarazosa situación de dos concilios enfrentados deponiendo a los principales responsables: Nestorio, Cirilo y Memnón. Después de varias sesiones el emperador disolvió el concilio y permitió a S. Cirilo y a Memnón regresar a sus respectivas sedes de Alejandría y Éfeso, mientras que Nestorio regresó a su monasterio de Antioquía, siendo sustituido en la sede constantinopolitana por Maximiano. Continuaron los esfuerzos por llegar a un acuerdo definitivo que fue sancionado el 433 entre Cirilo de Alejandría y Juan de Antioquía. Ambos suscribieron un texto doctrinal llamado «fórmula de unión», en la que ambas partes atenuaron las posiciones personales asumidas en el concilio efesino. De todas formas, la fórmula de unión expresa en sustancia la doctrina del concilio y la condena de Nestorio. Tampoco hay que olvidar la existencia de un núcleo duro de nestorianos, que tendrán como puntos de apoyo las escuelas de Edesa y Nísibe, y formarán una Iglesia cismática en torno a la sede de SeleuciaTesifonte.

Desde el punto de vista disciplinar, se puede afirmar que la única decisión propia de este Concilio fue la deposición de Nestorio. De todas maneras, quedó esclarecida la doctrina cristológica, sobre todo si la vemos a la luz de las definiciones posteriores, especialmente del concilio de Calcedonia. En síntesis cabe decir que Éfeso considera: 1) a Cristo como un solo sujeto que resulta de una verdadera unión entre el Logos de Dios y la naturaleza humana; 2) por tanto, todo lo que realiza su naturaleza humana asumida debe atribuirse al único sujeto, que es el Logos divino encarnado; 3) por este motivo, la Virgen María puede llamarse con propiedad Madre de Dios y no sólo madre de un hombre unido al Verbo de Dios.

5. Concilio de Calcedonia (451)

  1. Precedentes

A partir de 448, Eutiques, archimandrita de un monasterio de Constantinopla, se dedicó a endurecer las tesis de Cirilo. Según Eutiques después de la unión hipostática, sólo se puede hablar de una única naturaleza divina de Cristo, en la que la naturaleza humana había sido absorbida (Minnerath, 19). Eutiques fue condenado en un sínodo reunido, ese mismo mismo año, y presidido por Flaviano, obispo de Constantinopla.

Eutiques apeló al papa León I y a Dióscoro, obispo de Alejandría. León toma una posición muy nítida en su Tomus ad Flavianum sobre la doctrina cristológica. Teodosio II convocó un nuevo concilio en Éfeso en 449. Dióscoro, protector de Eutiques, sería el presidente. Entre los invitados al concilio figuró el monje Barsauma de Nísibe, nestoriano sirio. La mayor parte de los obispos reunidos eran egipcios y palestinenses. Los dos legados romanos no pudieron dar lectura al Tomus de León y abandonaron el concilio. Eutiques fue rehabilitado y Flaviano condenado al exilio. El papa León llamó a este conciliábulo «el latrocinio de Éfeso».

Muerto Teodosio II en 450, el emperador Marciano (450-457) tomó la decisión de celebrar otro concilio con el fin de terminar con esos nuevos brotes de confrontación monofisita-nestoriana. Lo convocó primero en Nicea, pero después se decidió por Calcedonia (451).

B) Desarrollo del concilio

A esta asamblea conciliar asistió un considerable número de obispos, oscilando entre unos quinientos en las primeras sesiones y ciento ochenta en la última. El papa estuvo representado por tres obispos y un presbítero.

En la primera sesión, celebrada en la iglesia de S. Eufemia, se juzgaron las irregularidades de Dióscoro de Alejandría, siendo depuesto en la tercera sesión. En la segunda sesión fue leída la «carta dogmática» (Tomus ad Flavianum) del Papa S. León Magno (440-461) sobre las dos naturalezas de Cristo, siendo acogida por los asistentes con la expresión «Pedro ha hablado por boca de León». En la quinta sesión se redacta una fórmula de fe en la que se afirma: «Todos nosotros profesamos a uno e idéntico Hijo, nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad, y completo en cuanto a la humanidad en dos naturalezas, inconfusas y sin mutación, sin división y sin separación, aunadas ambas en una persona y en una hipóstasis.» Esta fórmula es «una obra maestra de raro equilibrio, bien compuesta y armónica en sí misma» (Schatz, 61). Fue aprobada y firmada por todos los obispos. La sexta sesión estuvo presidida por el emperador Marciano y su esposa Pulqueria, que también suscribieron la citada fórmula.

Por deseo del emperador se examinaron también algunos asuntos disciplinares, como la rehabilitación de Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa. 

C) legislación canónica

De los veintiocho cánones disciplinares, la mayoría están destinados a favorecer la buena marcha de la organización eclesiástica y reiteran lo establecido en concilios anteriores. Así el c. 2 condena a los obispos que realicen actos simoníacos (cf Laodicea [325/381], c 12). El c. 3 prescribe que los clérigos no se ocupen de cuestiones económicas o dinerarias (cf Cartago [419], c. 18). Asimismo ni los clérigos, ni los monjes deben ejercer funciones civiles o militares (cc. 4 y 7) (cf Gangres [ca 340], c. 3; Cartago [419], cc. 64, 82). Los Padres conciliares están interesados en que no hubiera clérigos giróvagos y de ahí que prohiban a los miembros del clero pasar de una ciudad a otra (c. 5) (cf Nicea cc. 15 y 16; Antioquía [341] cc. 3, 16, 21). En este mismo sentido se ordena que ningún clérigo ni obispo pernocte en Constantinopla para evitar agitaciones y desórdenes (c. 23) (cf Nicea, cc. 15-16; Antioquía [341], c. 24; Cartago [419], cc. 54,9). Tampoco un clérigo puede estar al servicio de dos iglesias (c. 10) (cf Nicea, cc. 15-16; Antioquía [341], c. 3). Para poder ejercer un clérigo sus funciones en otra ciudad deberá tener cartas comendaticias del propio obispo (c. 13) (cf Cánones Apostólicos, 12, 15). Los clérigos adscritos a hospicios, conventos, o capillas de los mártires deben estar sometidos a la autoridad del obispo de la ciudad (c. 8). En general, no se admite la ordenación “absoluta”, es decir, sin asignación a un determinado puesto, iglesia o capilla (c. 6) (cf Neocesarea [315/324], c. 139).

Los legisladores de Calcedonia exigen a los metropolitanos que las ordenaciones episcopales de los obispos sufragáneos no se difieran más de tres meses de sede vacante (c. 25) (cf Cánones Apostólicos, 58; Cartago [419], cc. 71, 74, 78, 121). Los metropolitas deben, además, reunir dos veces al año un concilio provincial para regular los asuntos ordinarios «conforme a los cánones de los Santos Padres» (c. 19) (cf Nicea, c. 5; Antioquía [341], c. 20; Cartago [419], cc. 18, 73, 76, 77, 95). En caso de conflico entre clérigos debería dirimirlo el obispo propio (c. 9) (cf Constantinopla I, c. 6; Antioquía [341], cc. 14-15). Si el conflicto fuera de tipo jurisdiccional entre obispos, la instancia superior para resolverlo recaería sobre el «exarca de la diócesis» (c. 17), es decir, el obispo de la diócesis civil (cf Nicea, c. 6; Antioquía [341], cc. 14-15). Pero este canon prevé también que puede serlo el obispo de Constantinopla, lo que era reconocerle una competencia concurrente con la del exarca de la diócesis (Camelot, 171).

El concilio se ocupó igualmente de la administración de los bienes eclesiásticos. Así, determina que, después de la muerte del obispo los clérigos no tienen derecho a tomar los bienes epicopales (c. 22) (cf Antioquía [341], c. 24; Cartago [419], cc. 22, 81). Los fondos de las sedes vacantes deben ser guardados por el ecónomo de la Iglesia (c. 25), es más, el Concilio establece como obligatorio el cargo de ecónomo, para asegurar el control de los bienes de la Iglesia por el obispo (c. 26) (cf Ancira [314], c. 15; Antioquía [341], cc. 24-25; Cartago [419], c. 2, 6). Los monasterios una vez consagrados por el obispo, no deben servir de habitaciones seculares, y sus bienes deben ser conservados (c. 24).

En relación con el papel de la mujer en la vida de la Iglesia, encontramos el c. 15 que no autoriza la ordenación de una diaconisa menor de cuarenta años (cf Nicea, c. 19). Asimismo el c. 16 prohibe, bajo pena de excomunión el matrimonio de las vírgenes consagradas y de los monjes (cf Ancira [314], c. 19; Cartago [419], c. 16). 

Por último, el c. 28 suscitó una gran dificultad por parte de los legados papales, porque en él se decía que «justamente los padres han atribuido el primado a la sede de la antigua Roma, porque esta ciudad era la capital del Imperio», y de ahí deducían que la sede de la nueva Roma (Constantinopla) debía gozar de las mismas prerrogativas que la antigua Roma y ocupar el segundo lugar después de ella». El Papa León no aprobó nunca este canon.

6. Concilio de Constantinopla II (553)

  1. Precedentes

Después de la recepción del concilio de Calcedonia, quedaba subyacente el acercamiento de los monofisitas, que se resistían a aceptar el concilio por considerarlo nestoriano. Los emperadores estaban especialmente sensibilizados en este tema, por lo que suponía una división dentro del Imperio. Un intento de acercamiento a los disidentes tuvo lugar en 484 con el Henotikón, es decir, la «fórmula de unión», pactada por el patriarca Acacio de Constantinopla con los monofisitas. En este documento se condenaba tanto a Nestorio como a Eutiques, apelando como único modelo y regla de fe a la «de los 318 padres (Nicea), fuera de la cual no hay ninguna definición de fe». El Henotikón no sólo no supuso un entendimiento con los monofisitas, sino que originó un cisma con Roma, que duró 35 años, hasta el 519 con la fórmula de Hormisdas, elaborada por el papa de este nombre y suscrita por el emperador Justino I. 

Con la llegada de Justiniano (527-565) al poder, la idea de unidad del Imperio se impone tanto en el terreno político, como en el eclesiástico. El emperador se apoya en las tesis de la llamada «teología neocalcedoniana», que buscaba el acercamiento con los monofisitas. En esta línea hay que entender el decreto imperial de los años 543-544, que se conoce con el nombre de condena de los «Tres capítulos». Se trata de textos de tres teólogos de la escuela antioquena (Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa). 

Hay que tener en cuenta, además, que para conseguir la adhesión del papa Vigilio (537-555) a sus propósitos, Justiniano le hizo ir a Constantinopla, y allí permaneció durante cinco años, tratándole como a un prisionero y obligándole a suscribir el decreto imperial antes citado.

Con el fin de extender esta condena a toda la Iglesia, Justiniano reunió un concilio en Constantinopla.

B) Desarrollo conciliar

Este Concilio tuvo lugar en la metrópoli imperial del 5 de mayo al 2 de junio de 553. Se celebró en un edificio anejo a la basílica de Santa Sofía. Era un concilio seleccionado por el emperador y no había oposición. Contó con asistencia de unos 150 obispos, todos partidarios de los «Tres capítulos».

Sin la presencia de Vigilio y, a pesar de su protesta, se inauguró el Concilio, presidido por Eutiquio, patriarca de Constantinopla. El 14 de mayo el papa Vigilio junto con otros dieciséis obispos firmaron una declaración en la que condenaban sesenta proposiciones de Teodoro de Mopsuestia, pero rehusaban condenar su memoria y reexaminar los casos de Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa, porque ya habían sido rehabilitados por el concilio de Calcedonia. Justiniano no aceptó esta declaración, ni la comunicó al concilio. 

En las sesiones quinta y sexta el concilio condenó los «Tres capítulos». En la octava y última sesión, la asamblea conciliar pronunció varios anatemas, de los cuales los doce primeros eran contra Teodoro de Mopsuestia, el decimotercero contra Teodoreto de Ciro y el último contra Ibas. También se anatematizó a Orígenes y sus teorías.

A todo esto, el Papa Vigilio, enfermo y presionado por el emperador, envió una carta a Eutiquio en la que se adhería al Concilio, accediendo a la condenación de los «Tres capítulos», preparando así el camino para la aceptación ecuménica del Concilio.

Los resultados del Concilio no surtieron los efectos que el emperador había previsto, sobre todo por lo que se refiere al monofisismo.

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