Se puede decir que, desde el principio del cristianismo, la espada que atravesó el alma de María –según las palabras de Simeón (Lc. 2,35)– ha provocado compasión tierna de los buenos cristianos. Y es que, al recordar la pasión del Redentor, los hijos de la Iglesia no podían menos de asociar al dolor del Hijo de Dios los sufrimientos de su benditísima Madre.
En el siglo XVII se dio principio a la celebración litúrgica de dos fiestas dedicadas a los Siete Dolores, una el viernes después del Domingo de Pasión, llamado Viernes de Dolores, y otra el tercer domingo de septiembre. La primera fue extendida a toda la Iglesia, en 1472, por el papa Benedicto XIII; y la segunda en 1814, por Pío VII, en memoria de la cautividad sufrida por él en tiempos de Napoleón. Esta segunda fiesta se fijó definitivamente para el 15 de septiembre.
La fiesta de este día hace alusión a siete dolores de la Virgen, sin especificar cuáles fueron éstos. Lo del número no tiene importancia y manifiesta una influencia bíblica, ya que en la Sagrada Escritura es frecuente el uso del número siete para significar la indeterminación y, con más frecuencia tal vez, la universalidad. Según esto, conmemorar los Siete Dolores de la Virgen equivaldría a celebrar todo el inmenso dolor de la Madre de Dios a través de su vida terrena. De todos modos, la piedad cristiana suele referir los dolores de la Virgen a los siete hechos siguientes: 1º la profecía de Simeón; 2º la huida a Egipto; 3º la pérdida de Jesús en Jerusalén, a los 12 años; 4º el encuentro de María con su Hijo en la calle de la Amargura; 5º la agonía y la muerte de Jesús en la cruz; 6º el descendimiento de la cruz; y 7º la sepultura del cuerpo del Señor y la soledad de la Virgen.
Sin duda que la piedad cristiana ha sabido acertar al resumir en esos siete hechos-clave los momentos más agudos del dolor de María. Porque, ¿no es cierto que son como hitos que señalan la trayectoria ascendente de los insondables sufrimientos de la Madre de Dios? En efecto, si las enigmáticas palabras de Simeón (He aquí que éste está destinado para caída y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción, y una espada atravesará tu misma alma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones (Lc. 2, 34-35), tuvieron que entristecer el semblante de María, ¿que no habremos de pensar que ocurriría en la huida a Egipto, ¡Su hijo, tan tierno, arrojado por el vendaval del odio a tierras lejanas! Y, en cuanto a la pérdida de Jesús en Jerusalén, a los doce años, ¿quien es capaz de profundizar en el abismo de incertidumbre y en la agonía de una Madre privada de su Hijo?
Pero donde los dolores de la Virgen rebasaron toda medida fue en el drama del Calvario y, especialmente, al pie de la Cruz. Detengámonos en su contemplación con el alma transida de compasión amorosa, como hacían los santos.
Entre los personajes que asistieron de cerca a la tragedia del Gólgota destaca la figura de la Virgen. De su presencia en el Calvario nos habla San Juan en su Evangelio con palabras sencillas pero impregnadas de un intenso dramatismo: Estaban en pie, dice, junto a la Cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena… Podemos representarnos la escena sin necesidad de hacer grandes esfuerzos de imaginación: Jesús acaba de recorrer las calles de Jerusalén con su cruz a cuestas. Durante el lúgubre desfile, el populacho le ha injuriado y escarnecido o, cuando menos, ha contemplado su paso con estupor y desconcierto. Porque, ¿no era Aquél el que hacía unos días había entrado en la ciudad santa en medio de aclamaciones? ¿No tendrían razón los escribas y fariseos al decir que era un vulgar impostor y un blasfemo?
Jesús, según asegura la tradición, se encontró con su Madre bendita en la calle que el pueblo cristiano llamó “de la amargura”. ¿Qué se dirían con la mirada el Hijo y la Madre? Tal vez sólo las madres que tienen la inmensa desdicha de asistir a sus hijos antes de ser ajusticiados pueden sospechar algo de lo que pasaría por el alma de la Virgen.
Pero la comitiva siguió avanzando. Y después de muchos tropezones e incluso caídas de los que llevaban sudorosos sus cruces, y entre ellos iba como un vulgar facineroso Jesús, llegaron al Calvario. La Virgen caminó también, deshecha en el dolor, en pos de su Hijo. Era el primero y el más sublime de los Viacrucis.
Ya está en el lugar de la crucifixión. Es Él. Los sayones le quitan sus vestiduras. La Virgen contemplaría aquella túnica inconsútil que con tanto cariño había tejido para su Hijo…
Unos momentos después suenan unos martillazos terribles. En un remolino instantáneo de recuerdos desfilarían ante la Virgen las escenas de Belén y de Nazaret, cuando las manecitas de su Niño le acariciaban con perfume de azucenas o le traían virutas para encender el fuego… Pero todo aquello quedaba muy lejos. Ahora tenía ante sí la realidad brutal de los pecados de los hombres horadando aquellas sacratísimas manos, pródigas en repartir beneficios.
Unos momentos más, y la cruz, su Hijo hecho cruz, era levantada entre el cielo y la tierra. En medio del clamor confuso de la multitud, María escucharía el respirar fatigoso y jadeante de su Hijo, puesto en el mayor de los suplicios. ¡Ella que había recogido su primer aliento en el pesebre de Belén y había arrimado tantas veces su virginal rostro al corazón de su Niño Jesús, palpitante de vida!
Las tres horas que siguieron, mientras Jesús derramaba gota a gota por la salud del mundo la sangre que un día recibiera de María, fueron las más sagradas de la historia del mundo. Y, si hasta las piedras se abrieron, como señala elEvangelio, ante el dolor del Hijo y de la Madre, ¿cómo podremosnosotros, los causantes de aquella “divina catástrofe” (como dice la liturgia), permanecer indiferentes en la contemplación de este divino espectáculo? Eia, Mater, fons amoris, me sentire vim doloris faic, ut tecum lugeam. (¡Ea! Madre, fuente de amor, hazme sentir la fuerza de tu dolor, para que llore contigo). Así exclama el autor del Stabat Mater. Y es que se necesita que la gracia sobrenatural aúpe y levante el corazón humano para que pueda siquiera rastrear la intensidad de los sufrimientos de Cristo y de su Madre.
Jesús, pues, como anota San Juan, habiendo visto a su Madre y al discípulo amado, exclamó: “Madre, ahí tienes a tu hijo”. Y en seguida, dirigiéndose al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre” (lo. 19, 26). Fueron las únicas palabras que, según narra el Evangelio, dirigió Jesús a María en su agonía. Estas palabras, en su sentido literal, se refieren sin duda a San Juan, a quien encomienda a su Madre, que iba a quedar sola en el mundo. Pero, en el sentido que los exegetas llaman supraliteral y plenior (más completo), significaban que Juan, es decir, el género humano, a quien el apóstol representaba en aquellos momentos, pasaba a ser hijo de la Santísima Virgen. Esta es la interpretación que dan los Santos Padres y escritores eclesiásticos y que la Iglesia siempre ha aceptado.
Es cierto que la Virgen creía firmísimamente en la resurrección de su Hijo; pero esta creencia, como observa San Bernardo, en nada se opone a los sufrimientos agudísimos ante la pasión de su Hijo; lo mismo que Éste pudo sufrir y sufrió, aun sabiendo que había de resucitar.
Jesús, dice el Evangelio, dando una gran voz, exclamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. E inclinando su cabeza expiró”.
María, que había dado el “sí” a la encarnación, que al pie de la cruz aceptó el ser nuestra Corredentora, se unió a la entrega de su Hijo y le ofreció al Padre como la única Hostia propiciatoria por nuestros pecados.
Que la Virgen Dolorosa nos infunda horror al pecado y marque nuestras almas con el imborrable sello del amor. El Amor, he ahí el secreto de la íntima tragedia que acabamos de contemplar.
Porque todo tiene su origen en aquello, que tan profundamente se grabó a San Juan, espectador excepcional de todo este drama: “De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito” (lo. 3, 16).
FAUSTINO MARTÍNEZ GOÑI.
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