Cuando Espartaco y su grupo de esclavos fueron derrotados tras la Tercera Guerra Servil, los 6.000 prisioneros adultos capturados fueron crucificados a intervalos a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua.
La cruz fue el primer problema teológico al que se enfrentó el grupo de seguidores de Jesús: fundamentar por qué el Mesías había muerto víctima del método de ejecución más salvaje y humillante, tradicionalmente reservado a los esclavos, que los romanos aplicaban. Sin embargo, como explica Tom Holland en su libro «Dominio» (Ático de los libros, 2020), los primeros cristianos no solo resolvieron el dilema, sino que consiguieron convertir esa supuesta derrota en su principal triunfo.
Lograron que solo trescientos años después hasta el Emperador de Roma se arrodillara ante la cruz, una palabra –«crux»– que hasta entonces causaba asco por lo que representaba este método.
Esta forma de castigo fue creada supuestamente en Asiria en torno al siglo VI a.C. Al menos así les gustaba decir a los romanos, que no aceptaban que una brutalidad tal pudiera haber sido pensada en su territorio. La práctica fue imitada por grandes potencias mediterráneas, como la Macedonia de Alejandro Magno, quien la importó unos 200 años después de su aparición en Oriente Próximo.
Un mensaje para quienes desafiaban a Roma
En la Antigua Roma no había ejecución más atroz que la crucifixión y un mensaje más crudo hacia quienes desafiaran el orden establecido. Garantizaba al esclavo condenado un largo suplicio desnudo, con los pechos y los hombros hinchados y con los pájaros picoteando la carne a placer. Mientras que a los que observaban les avisaba de que las élites romanas no iban a admitir que un esclavo destruyera su sociedad, sustentada por la servidumbre de esta grupo que representaba a la mayor parte de la población.
Cuando Espartaco y su grupo de esclavos fueron derrotados tras la Tercera Guerra Servil, los 6.000 prisioneros adultos capturados fueron crucificados a intervalos a lo largo de la Vía Apia, desde Roma hasta Capua, como advertencia a otros esclavos dispuestos a atacar a sus amos.
«Una vez que tenemos en nuestra servidumbre a naciones enteras con sus cultos diversos, con sus religiones extrañas o sin religión alguna, a ese canalla no se le puede dominar sino por el miedo», dejó escrito Tácito.
«Espartaco» (Spartacus), película estadounidense de 1960
El ingenio sádico del verdugo era bienvenido. Como cuenta Holland en el brillante prefacio de su libro, cuanto más terrible fuera la imagen más efectivo era el castigo. «Este pone cabeza abajo a los que quiere colgar, aquel los empala por los genitales; este otro los extiende los brazos en un yugo», narra Cicerón, otro de los autores clásicos.
Los romanos, el pueblo que más hizo por popularizarla, no podían aplicarla a los ciudadanos debido a ese carácter humillante. En su lugar, en el caso de estar condenados a muerte, eran decapitados o se les seccionaba la medula desde el cuello con una espada. Las ejecuciones en Roma se hacían en territorios extramuros donde el olor de los cadáveres no resultara próximo.
Los cuerpos de los crucificados, que eran castigados por las aves carroñeras durante días, eran luego arrojados en fosas comunes y conducidos, al menos en Italia, por enterradores vestidos de rojo que hacían sonar campanillas y arrastraban los restos con ganchos.
La crucifixión mejor documentada
Como prueba de la contradictoria mezcla entre la altivez y la repugnancia que les generaba a los romanos este método de ejecución, todo lo público que era en su día las crucifixiones lo fue luego de silencioso en los textos. Solo cuatro crónicas de la Antigüedad han sobrevivido que detallen este método y todas ellas hacen referencia al mismo reo: un judío llamado Jesús ejecutado frente a las murallas de Jerusalén, en el Gólgota, el «Lugar de la Calavera».
Estas crónicas, escritas poco después de la muerte de Jesús, condenado por un delito capital contra el orden establecido, describen como tras la sentencia el reo fue azotado por los soldados y se mofaron de él colocándole una corona de espinas. Jesús de Nazaret fue obligado a cargar con su cruz (lo más probable es que solo llevara el madero horizontal de la cruz) hasta el lugar donde sería ejecutado. Allí le atravesaron las manos y los pies con clavos y lo elevaron en la cruz. Una vez fallecido le clavaron una lanza en el costado para cerciorarse de que no quedaba aliento alguno en su interior.
Una de las primeras representaciones que se conservan de Jesús en la Cruz.
Los romanos no eran los únicos a los que la mera representación de estas ejecuciones les horrorizaba. «El misterio de la cruz que nos convoca ante Dios, es algo despreciable y deshonroso», dejó escrito Justino Mártir solo un siglo después de la muerte de Jesucristo. Tuvieron que pasar muchos años para que la ilustración de la muerte de Jesús y el símbolo en sí de la cruz se convirtieran en una forma visual aceptable para sus seguidores.
Comenta Holland que «hacia el año 400 la cruz dejó de verse como algo vergonzoso. Prohibida como castigo décadas antes por Constantino, el primer emperador cristiano, la crucifixión se había convertido para el pueblo romano en un emblema del triunfo sobre el pecado y la muerte». La crucifixión de Jesús empezó a representarse con el cuerpo de un atleta, tan musculoso como un dios griego, y con la expresión serena de quien está convencido de su victoria.
Una imagen propiamente grecolatina que evolucionó a través de los artistas medievales hacia un Jesús ensangrentado y agonizante. Aparecía sereno y con rostro de sufrimiento. Más humano, más débil. Sin embargo, si en otro tiempo aquella estampa hubiera evocado lo atroz que era esta forma de morir, para los años medievales transmitía a la gente compasión y piedad ante el sacrificio que había realizado Jesús.
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