Como una puebla de pescadores, marinos y mercaderes nació Bilbao, en días remotos que la historia no los revela, entre montañas, allá donde su ría no admite ya el remontar de los navíos y los caminos de tierra, rutas de traficantes y arrieros, comienzan a adentrarse trabajosamente hacia tierras de Castilla. Fue el año 1300, cuando don Diego López de Haro, quinto señor de Vizcaya, que tal nombre ostentara, le otorgó, «en el nombre de Dios e de la Virgen bienaventurada Santa María», y «con placer de todos los vizcaínos», el título de villa.
Mas don Diego no fundó a Bilbao. La puebla existía ya y su caserío se apretaba—¿desde cuándo?—a orillas del Nervión, en las tierras de Begoña que se asomaban a la ría. Bilbao había nacido en Begoña. Ahora se emancipaba. Y en la carta-puebla, en el acta de emancipación ya que no de nacimiento, dos nombres hacen para nosotros su primera aparición, juntos entran en la historia y hermanados continuarán a través de los siglos: Santa María de Begoña y Bilbao.
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También el «monasterio» de Santa María de Begoña existía ya. Tampoco sabemos desde cuándo. Si Bilbao, la puebla de cabe el río, tenía una iglesia dedicada a Santiago—recuerdo indudable del peregrinaje compostelano—, Santa María era el templo de la anteiglesia. Bilbao apiñaba su caserío en torno a Santiago; pero Bilbao con Santiago se asentaba al pie de la colina en que presidía sus destinos la Madre de Dios de Begoña. Begoña dominaba geográficamente a Bilbao; su Virgen reinaba en el corazón de sus hijos.
Cuando sus navíos, cansados de surcar los mares del mundo, retornaban a Bilbao y, vencido el paso peligroso de la barra de la desembocadura, enfilaban la ría y la remontaban—todavía sus márgenes no estaban cuajadas de industria como hoy y conservaban la amenidad de una naturaleza frondosa, siempre verde—, iban dejando a los lados la villa de Portugalete, las anteiglesias de Guacho, Sestao, Baracaldo, Erandio, Deusto, Mando… Bilbao no se dejaba descubrir fácilmente escondido entre sus montes. El barco avanzaba. Una vuelta más de la ría y se divisarían las casas de Bilbao; pero, antes de doblarla, en la nave se hacía el silencio y las miradas se dirigían a la altura: acababa de aparecer el santuario de Begoña.
«Aquí se reza la salve», decían unos letreros a la orilla. Y marinos en las aguas y viandantes en la tierra rezaban la salve.
Hoy ya no existen los letreros. Las orillas han sacrificado su amenidad y belleza en aras del progreso. Varias de las anteiglesias han perdido su personalidad ante el empuje de un Bilbao siempre creciente. Ya el marino tropieza con sus casas sin necesidad de tanto navegar. Pero al llegar al último recodo, cuando va a asomarse al corazón de Bilbao, sigue viendo en la altura la casa de la Madre de Dios de Begoña y el paraje sigue llamándose la «Salve».
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Begoña presidió el ir y venir de los barcos por la ría y, con él, el movimiento comercial e industrial de Bilbao. Un único cabildo servía a Santa María de Begoña y a las parroquias de Bilbao, pregonando que, si la villa pudo emanciparse de la anteiglesia, su alma religiosa continuaba vinculada a la Madre de Dios de Begoña. Begoña era el santuario mariano de Bilbao cuando éste era Begoña y cuando dejó de serlo; hoy, al cabo de los siglos, cuando la hija ha absorbido en su seno a la madre y Begoña es Bilbao, su santuario sigue siendo el santuario por antonomasia de los bilbaínos. Más aún: de todos los vizcaínos.
La Madre de Dios de Begoña. Tal es el nombre tradicional de la Patrona de Vizcaya. Su imagen es la imagen de la Madre de Dios, animada por hondo sentido teológico. Es la tradicional y clásica imagen medieval de María. Ha superado las rigideces románicas, se ha humanizado su figura y su expresión, la sonrisa florece hermosa en sus labios, el Hijo es auténtico niño con graciosa cara de gitanillo travieso…, pero continúa siendo una talla hondamente teológica y religiosa. Es la Madre de Dios que sonríe a los hijos de los hombres.
¿Desde cuándo veneran los vizcaínos a Santa María de Begoña en las alturas de Artagan? No lo sabemos. El templo antiguo fue derribado a principios del siglo xvi, sin dejar rastro, para ser sustituido por otro más amplio y no sabemos si más hermoso. La escultura puede bien remontar a fines del siglo xiii o comienzos del xiv; pero nada nos autoriza a pensar que antes de ella no existiera, quizá, otra imagen que centrara la devoción de los fieles bajo la misma advocación. El año 1300 existía ya Santa María de Begoña. No sabemos más.
Cuando dicho año fundó don Diego la villa de Bilbao, el propio señor de Vizcaya era el patrono de la iglesia de Begoña. Y siguió siéndolo hasta 1382, en que don Juan, que por herencia uniría el señorío de Vizcaya y la corona de Castilla, la donó al conde de Mayorga, hijo del difunto señor de Vizcaya Juan Núñez de Lara y de doña Mayor de Leguizamón. Desde entonces Begoña quedó vinculada al primer linaje de Bilbao.
Mas la prosperidad de Begoña nada debe a sus ilustres patronos. La historia del santuario es severa con ellos. La fama, todo su esplendor a través de los siglos, se debe a la devoción de los vizcaínos, begoñeses y bilbaínos en primer lugar. Y cuando decimos vizcaínos pensamos en el pueblo, en todo el pueblo, en que se confunden ricos y pobres, linajes ilustres y vidas humildes.
Fue el pueblo—y no un magnate—quien con sus limosnas levantó piedra a piedra, en el siglo xvi, el templo que hoy existe. Fueron los mercaderes bilbaínos los que costearon la erección de pilares y muros, y en ellos dejaron, no blasones nobiliarios, sino las marcas mercantiles con que señalaban sus mercancías. Aún hoy las podemos divisar en las alturas del templo, pregonando que es hijo de la devoción y del trabajo.
Ya en el siglo xvi encontramos la devoción a la Virgen de Begoña derramada por Vizcaya y expresándose en multitud de exvotos y dones que el rigor de los tiempos y las guerras han hecho desaparecer por completo, pero de muchos de los cuales conservamos memoria.
Y es en el siglo xvi cuando dos grandes figuras de nuestra historia eclesiástica—San Ignacio de Loyola y el obispo de Calahorra don Juan Bernal Díaz de Luco—fijan su mirada en Begoña para convertirla en un centro ,de irradiación religiosa y reformador. El obispo se la ofreció con insistencia al fundador y logró vencer sus primeros reparos para que algunos miembros de la naciente Campañía fundaran en ella. Todo quedó en proyectos, a pesar de sus deseos y de las gestiones de San Francisco de Borja; quizá a causa de los pleitos que envolvían a Begoña por razón del patronato.
Los siglos xvii y xviii son espléndidos para nuestro santuario. Los vizcaínos desparramados por diversas regiones de España, por América y otros países, conservan la devoción a su Virgen y de lejos la obsequian con sus presentes. Los navegantes surcan los mares en navíos que se engalanan con el nombre de la Madre de Dios de Begoña. Y aun extranjeros que pasaran por Bilbao, al volver a sus tierras, se acuerdan en ocasiones de nuestra Virgen.
A Begoña llegan diariamente los vizcaínos a confiar a la Virgen sus cuitas y a agradecerle sus alegrías. Son nuevos sacerdotes que quieren celebrar su primera misa en su altar o vizcaínos ilustres, como el almirante de la Armada Invencible, Juan Martínez de Recalde, que quieren celebrar su matrimonio ante la imagen venerada. Terminada la fábrica del templo se preocupan de adornarlo y alhajarlo. Numerosas lámparas de plata cuelgan de su bóveda, en especial ante el retablo principal, que es, tallado a mediados del siglo xvii por Antonio de Alloitiz sobre diseños de Pedro de la Torre. La Virgen señorea desde su santuario. La sobria monotonía de sus muros es rota por no pocos lienzos que conmemoran favores extraordinarios concedidos por la Virgen a sus devotos. Se habla de auténticos milagros, que un párroco diligente recogerá en su historia manuscrita, y de algunos de ellos se instruirán procesos con todas las exigencias del derecho. Rara vez sale la Virgen de su santuario, y ello en ocasiones en que urgen necesidades graves, tales las inundaciones de Bilbao. De éstas fue memorable la ocurrida en 1737. Conservamos la información jurada de testigos que se llevó a cabo por mandato de la autoridad diocesana; de ella resulta claramente que el retirarse de las aguas coincidió con la bajada de la Virgen, a pesar de que era la hora de la pleamar. La devoción a la Virgen crecía sin cesar; en 1699 se publicó por primera vez su historia y al año siguiente era necesaria una nueva edición.
El siglo xix es de historia triste para el santuario. No es que descienda la devoción, antes al contrario; sino que sobre Begoña se abaten las desgracias que van a atribular a Vizcaya. Se ha escrito con razón que la historia de Begoña es el reflejo en sus alegrías y tristezas de las de Vizcaya. El siglo xviii había agonizado bajo el signo de la guerra. En 1794 perdió Begoña toda su plata, sacrificada a los gastos de la guerra contra los revolucionarios franceses que llegaron a ocupar Bilbao. Nos dicen los documentos que Begoña entregó 1.905 marcos de plata; con ella se fundieron todas sus lámparas y perdimos uno de los apreciados recuerdos del pasado.
La guerra de la Independencia continuó la triste tarea de empobrecimiento: todas las alhajas desaparecieron en el saqueo, y el párroco, don Domingo Lorenzo de Larrinaga, fue asesinado.
No repuesto el santuario de estos reveses se cierne de nuevo la guerra sobre él. En la primera guerra civil carlista queda situado en la misma línea del frente. Los obuses arruinan su torre y dañan seriamente al templo; la soldadesca desmandada asuela el interior y destruye cuanto puede, incluidos el retablo y gran parte del archivo. A tal estado quedó reducido el templo que un contemporáneo lo comparó con «un establo para ganado». En 1832, y según consta de papeles oficiales, el santuario no tenía lo absolutamente necesario. La imagen de la Virgen se había salvado en la iglesia de Santiago de Bilbao, a la que fue llevada en los momentos difíciles.
Trabajosamente había restañado las heridas de su iglesia, cuando, a fines de 1873, ve retornar el fatídico azote de la guerra. Una vez más en la línea del frente entre carlistas y liberales. De nuevo forcejean los primeros por conquistar Bilbao. En vano. El santuario de Begoña, convertido en defensa avanzada de la villa, es duramente trabajado por las tropas sitiadoras. La imagen de la Virgen peregrina fuera del santuario. Para evitar la profanación el cabildo acordó trasladarla al monasterio del Refugio; los carlistas, para evitar que fuera bajada a Bilbao, la llevaron a la ermita de los Santos Justo y Pastor, en el monte de Santa Marina, y de allí al convento de los padres carmelitas de Larrea, en Amorebieta. Terminada la guerra, y acompañada por las autoridades civiles y militares de Bilbao y Begoña, fue repuesta en su trono. Nuevamente se impone la labor restauradora.
El 8 de septiembre de 1900 la imagen de la Virgen fue coronada con gran solemnidad por el obispo de Vitoria, don Ramón Fernández de Piérola, delegado para ello por la Santa Sede. Aquel año celebraba Bilbao el sexto centenario de su villazgo.
Poco tiempo después, el 21 de abril de 1903, la Sagrada Congregación de Ritos declaró a la Virgen de Begoña Patrona de Vizcaya. Era la consagración canónica de una realidad ya histórica.
Fue en 1738 cuando, a propuesta del párroco del santuario, las Juntas Generales de Guernica proclamaron a nuestra Virgen patrona de Vizcaya, en atención a «la suma devoción y profunda veneración que siempre y en todo tiempo ha demostrado y manifestado este noble Señorío a la Virgen Santísima de Begoña». Este acuerdo de las Juntas era consecuencia de una realidad vizcaína con respecto a la Virgen. Exponente de esta devoción, incluso oficial, había sido el grabado que el mismo Señorío publicó en 1672, con su escudo al pie de la imagen de la Señora, a la que denominaba «especial protectora y abogada» del Señorío.
Pero, adoptado el acuerdo en 1738, ningún paso se dió para la confirmación canónica del mismo hasta 1903. La Diputación Provincial en corporación proclamó el patronato de la Virgen sobre Vizcaya, en Guernica, bajo el árbol que antaño cobijara las Juntas, el 9 de septiembre. En días sucesivos los arciprestazgos de Vizcaya fueron llegando en peregrinación a Begoña. Los actos debían de culminar el 11 de octubre con la peregrinación de Bilbao.
Las izquierdas trataron de impedirla. El ministro de la Gobernación, García Alix, hizo una gestión cerca del obispo de Vitoria para que la suspendiera. Monseñor Piérola, desde su lecho de muerte, escribió al ministro: «La peregrinación tiene exclusivamente fines religiosos; si la autoridad civil no dispone de fuerzas suficientes para mantener el orden, sea ella quien la suspenda».
El ministro no se atrevió; pero sus promesas de garantizar el orden fueron vanas. No sintiéndose suficientemente fuertes, los elementos antirreligiosos de Bilbao fueron reforzados por un contingente de desalmados traídos de una provincia cercana. Contando con la pasividad, por no decir complicidad, del gobernador civil, ellos atacaron con tiros y piedras a la peregrinación que, pacífica y compacta, subía a Begoña. No pudieron impedir que unos 20.000 peregrinos llegaran al santuario. En las calles quedó tendido el cuerpo de un peregrino con el pecho atravesado por dos balas.
Bilbao había demostrado que sabía llegar al trono de la Madre a pesar de la violencia. En el pasado del santuario de Santa María de Begoña no escasean las páginas hermosas, pero hay sobre todas ellas una especialmente bella y glóriosa, la que el pueblo vizcaíno recuerda con el nombre sencillo y elocuente del Once de Octubre.
Y la Providencia ha querido que, tras de varios traslados de fecha, sea hoy, el 11 de octubre, festividad de la Maternidad de la Santísima Virgen, la fiesta litúrgica de la Patrona de Vizcaya.
ANDRÉS E. DE MAÑARICÚA
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