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Antioquía, la reina de Oriente

Pero no empezó a excavarse de forma sistemática hasta los años treinta del siglo pasado, muy tarde en comparación con otras capitales de su talla. Los trabajos, sin embargo, se detuvieron aquella misma década y no se retomaron hasta 2003. La espera, en ambos casos, valió la pena.

Una aventura financiera

Corrían los tiempos difíciles de la Gran Depresión. Después de que Schliemann descubriera Troya y Micenas, Evans la Creta minoica o Carter y lord Carnavon el tesoro egipcio de Tutankhamón, la arqueología estaba de capa caída. El crac económico del 29 no había favorecido esta clase de aventuras.

Detalle de uno de los numerosos mosaicos hallados en las excavaciones en Antioquía que hoy puede verse en el Museo del Louvre, París.
Detalle de uno de los numerosos mosaicos hallados en las excavaciones en Antioquía que hoy puede verse en el Museo del Louvre, París. (Terceros)

Mecenas e instituciones se encontraban en un aprieto cuando se estrenó la década de 1930. Pese a este panorama oscuro, los Museos Nacionales de Francia, encabezados por el Louvre, firmaron un convenio con Siria para explorar el subsuelo de Antakya. No fue complicado. El país galo ejercía un protectorado sobre el asiático, lo que zanjaba cualquier contingencia política.

Más arduo sería resolver el problema económico. El museo parisino, sin recursos para emprender las excavaciones en solitario, se puso en contacto con una universidad del otro lado del Atlántico. En EE.UU., los arqueólogos de la Universidad de Princeton seguían muy activos pese a la Depresión.

Aun así, Charles Rufus Morey, su director, también tuvo que pedir ayuda a otras instituciones para financiar el proyecto. Su coste rondaba los 220.000 dólares, una enorme fortuna. Las perspectivas no estaban nada claras cuando, por sorpresa, dos museos de arte medianos pero pujantes, los de Baltimore y Worcester, apostaron por la empresa.

Así se formó un equipo variopinto. Lo integraban representantes de tres países, cuatro centros académicos y un goloso objetivo en común: sacar a la luz los tesoros de Antioquía. No cabía esperar sino un éxito rotundo a juzgar por los documentos antiguos y medievales, que describían una metrópolis excepcional.

Siempre capital

Fundada hacia 300 a. C. por Seleuco I Nicátor, general de Alejandro Magno, la ciudad no tardó en crecer. No era para menos. Su artífice, creador de otras 69 colonias, había elegido muy bien el solar: en una serie de bancos modelados por el río Orontes, junto a los montes Silpios y Staurin, que lo resguardaban de posibles ataques.

El sitio, además, se encontraba en un cruce de vías terrestres y fluviales utilizadas desde la prehistoria para transitar entre África, Asia y Europa. De hecho, mesopotámicos, egipcios, fenicios e hititas lo habitaron durante milenios antes de surgir el asentamiento helenístico. No fue extraño, pues, que Seleuco lo convirtiera en el eje de su reino y de su dinastía, la seléucida.

Cuando los romanos conquistaron la región en el siglo I a. C. hicieron de la estratégica ciudad la capital de la provincia de Siria. Debido a su importancia como núcleo administrativo, militar y comercial, varios emperadores la embellecieron con diversas obras públicas y repararon los daños causados por los seísmos, un mal endémico en la zona.

Solo la propia Roma y la opulenta Alejandría superaban el esplendor de Antioquía en los siglos iniciales de la era cristiana, cuando llegó a ser conocida como la Reina de Oriente. La nueva religión la llevó a su momento culminante. Lujosa y cosmopolita, poblada por griegos, sirios, latinos y judíos, en Antioquía se oyó por primera vez la palabra “cristianos”.

Allí san Pedro organizó la iglesia más antigua tras la de Jerusalén, san Pablo debutó como predicador en una de sus sinagogas y san Mateo escribió su evangelio. La ciudad se erigió en una de las cinco sedes patriarcales de la cristiandad temprana, con Jerusalén, Roma, Alejandría y Constantinopla.

En el siglo IV superaba el medio millón de habitantes. Las viviendas de la clase acomodada incluían agua corriente, calefacción central y suntuosos pavimentos con mosaicos. En cuanto al urbanismo, la metrópolis contaba con sólidas defensas, dos avenidas columnadas que se cruzaban en un amplio foro y una red de acueductos que la surtía de abundante agua.

Los barrios residenciales se alternaban con otros comerciales. Un teatro y anfiteatro y varios baños públicos alegraban la vida diaria, mientras que templos paganos, sinagogas e iglesias brindaban sosiego. Por su parte, un enorme palacio en la isla Basileia (formada por una bifurcación del Orontes) ofrecía descanso y recreo a los césares de paso.

El bullicio empezó a declinar en el siglo VI, a raíz de dos violentos terremotos y de la conquista persa de Antioquía. Los emperadores bizantinos recobraron la plaza y le dieron un segundo auge, sobre todo Justiniano. Pero la expansión musulmana, un siglo más tarde, selló su decadencia al desplazar la capitalidad regional a Alepo.

La ciudad de papel

Ocho campañas arqueológicas se sucedieron en Antakya entre 1932 y 1939 para buscar bajo su suelo aquel apogeo de la era clásica. En 1936, durante el clímax de las excavaciones, llegaron a trabajar en los yacimientos hasta dos mil operarios.

Sin embargo, pese a conocerse en detalle la antigua Antioquía gracias a testimonios literarios griegos, romanos, paleocristianos y bizantinos, no se encontró gran cosa en cuanto a edificios. Los sedimentos del Orontes habían borrado del mapa, por ejemplo, la isla Basileia.

Y la ciudad moderna cubría lo más relevante de la histórica. Nada quedaba de los numerosos templos paganos y sinagogas. De las iglesias apenas se hallaron dos.

Mosaicos vitales

Pese a ello, la expedición francoamericana localizó finalmente varios templos bizantinos en los alrededores y otros vestigios de interés en poblaciones vecinas. Con respecto a la vieja Antioquía, consiguieron desenterrar una de las dos avenidas columnadas, varios baños públicos y un centenar de residencias privadas.

Los hallazgos depararon una grata sorpresa, lo más valioso del proyecto: magníficos mosaicos grecolatinos con escenas míticas y ceremoniales. Realizados entre los siglos II y VI, sus escenas permitieron conocer mucho mejor la acomodada vida de las clases altas en el Oriente tardorromano.

El inesperado aluvión de teselas fue tan exquisito como generoso. Hasta el punto de que Siria, dueña de la mitad de lo que se encontrara (el 30% restante era para las instituciones norteamericanas y el 20% para el Louvre), creó en Antakya un museo arqueológico considerado el segundo mejor dotado del mundo en mosaicos de esta época.

Otras piezas, transportadas a Francia y Estados Unidos, se han convertido en las estrellas de sus espacios de acogida. Lamentablemente, la entrega de la provincia de Hatay a Turquía y el estallido de la Segunda Guerra Mundial paralizaron en seco los trabajos. Solo pudieron retomarse a comienzos del siglo XXI.

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El Hermano Asno

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