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Santa María Magdalena – 22 de Julio

Después de la segunda Pascua en Jerusalén, Jesús vuelve a Galilea. Allí, en una población que no nos es fácil identificar, es invitado a comer por un fariseo rico llamado Simón.

La conversión de María Magdalena

Jesús acude abierto a toda muestra de buena voluntad, aunque sea con reticencias, como es este caso. En las comidas judías era costumbre tener muestras de hospitalidad como ofrecer abluciones, pero allí hay frialdad. El motivo quizá sea que Simón se sabe observado por otros fariseos que miran con malos ojos esa invitación. No quiere manifestarse demasiado amistoso con Jesús. Quiere observarle, pero, desde luego, no le mueve ninguna clase de amor al nuevo profeta, que se confiesa el Mesías y anuncia el nuevo Reino de Dios.

El ambiente es educado, pero frío. Cuando de repente entra una mujer, se arrodilla ante Jesús, llora y, al tiempo, rompe un frasco de perfume, y baña los pies del Señor con sus lágrimas. El gesto es más elocuente que las palabras: está arrepentida de su vida de pecado. 

¿Quién era aquella mujer? Era una pecadora. Los indicios nos llevan a identificarla con la Magdalena –María de Magdala- que es hermana de Lázaro. Una mujer de buen ambiente religioso, pero que pierde la cabeza en una vida de pecado sin recato. Si grande fue la locura que le llevó a malos caminos, mayor aún ha sido la conversión dolorosa de esta mujer.

Jesús calla ante esta explosión de sentimiento. Él sabe bien que, a veces, las palabras tienen que esperar. Pero algo turba aquellos momentos de gozo y reconciliación con Dios. Es el juicio secreto de Simón. Jesús lo advierte y no puede callar.

“Viendo esto el fariseo que lo había invitado decía para sí: Si este fuera profeta sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una pecadora. Jesús tomó la palabra y dijo: Simón, tengo que decirte una cosa. Y él contestó: Maestro, di. Un prestamista tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta. No teniendo con que pagar, se lo perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le amará más? Simón contestó: estimo que aquel a quien se le perdonó más. Entonces Jesús le dijo: Has juzgado con rectitud. Yvuelto hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? entré en tu casa y no me diste agua para limpiarme los pies; ella en cambio ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso, pero ella desde que entré no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con óleo; ella en cambio ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho”(Lc).

Jesús entra, y se coloca sin demasiadas ceremonias en el sofá, se reclinan sobre el brazo derecho, para comer con la mano izquierda, los pies descalzos están colocados hacia el exterior del asiento.

La mujer, desde sus lágrimas, escucha las palabras de Jesús, y se conmueve más aún. Está perdonada. Su gesto, valiente, ha tenido respuesta. Simón calla ante la lección. Jesús muestra el amor misericordioso que perdona al pecador.

“Aquél a quien menos se perdona menos ama. Entonces le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados“. La sala entera se conmovió ante esas palabras, y, una vez más vuelven los comentarios: ¡Ha perdonado los pecados!. “Y los convidados comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?” Es el señor de la vida que resucitó a un muerto, es el señor del sábado que trabaja en íntima unión con el Padre celestial. Es el Hijo que puede perdonar, porque es igual al Padre y ha venido a traer el perdón a los hombres. 

La mujer ha quedado silenciosa en medio del revuelo suscitado por su conducta. Entonces Jesús se dirige a ella, y le dice: “Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Jesús dice que su pecado es real, pero encuentra la disculpa: “Ha amado mucho”. Las últimas palabras del Señor se le quedan fuertemente gravadas en su memoria: “vete en paz”. Se le dilata el alma, y asiente con todo su ser cuando oye que “ama más aquél a quien más se le perdona”. La pecadora es ahora una mujer nueva que empleará toda la fuerza del amor que le llevó al pecado a una causa mucho mejor: la de amar a Dios con todas las fuerzas por el camino recién descubierto.

Enrique Cases,

Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias

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